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NARCISO LIMA ACHA
Capítulo IV

(Fragmento)

     Trataré de ofrecer (con mísera pluma) una descripción del abismo (y digo que trataré), tal como se ofrecía a mis ojos y tal como yo pude ver.

     Era cosa inenarrable. Algo sencillamente apocalíptico; inaudito. Ya quisiera un Dante o un Milton aventurarse por regiones tales; en resplandeciente negrura de comarcas que colindaban con el acabose y con la muerte. Y qué suerte y qué angustia y qué magno conflicto para tan ingentes talentos y tan nobles plumas. Ahora bien, nadie ha visto un abismo pero yo sí. ¿Y qué será un abismo? No sé. Tal vez uno mismo. Uno mismo visto por alguien que no es sino uno mismo. Pero basta de palabras huecas.

     Hasta donde abarca la mirada, extendíase una bruma ligera y transparente, que se cernía sobre el circo; el diámetro de éste alcanzaba unos 40 kilómetros, más o menos, según cálculos de Timoteo Huanca; pero no existía punto ninguno de referencia para ponderar su profundidad. Sólo flotaba un inconmensurable vacío, un espacio inmóvil,  un silencio. Y podía percibirse no se qué vibración, no sé que fuerza demoníaca; una presencia y una espera.

     Un tiempo sobrenatural, un tiempo en estado de alerta —por así decirlo—; una vida que moría y una muerte que vivía. Me acuerdo claramente de un olor glacial, que parecía penetrar por todas las cosas. Un olor de caos, de calcinación, de ceniza, desde muy lejos, un olor a nada. La sola reminiscencia me causa escalofríos. Por lo demás, el prodigioso corte en las entrañas de la tierra descendía vertiginosamente, a plomada, para adentrarse en aterradora tiniebla que, allá abajo, todo lo envolvía. Y eso en pleno día, bajo un sol radiante. Ya podía uno imaginar hasta qué punto no sería tenebroso el planeta. Asustaba la figura. La imagen. Uno se volvía ángel y demonio, uno se  volvía piedra y aire. Uno era uno mismo, pero sin embargo era otro, y seguía siendo el mismo. Ya lo dije: asustaba la imagen. Era uno mismo.