"La muerte mágica" y otros relatos

(Selección)

 

       

 

Se hallaba sentado en uno de esos largos asientos de cuero, sin respaldo, que hay en el centro de las salas de exposición. Frente a él, dos señoras: una de más edad, casi vieja; la otra era joven, rubia, y muy hermosa. En ese momento entraron dos muchachas. Se dirigieron hacia el costado derecho de la sala, examinando detenidamente los cuadros, que él no alcanzaba a distinguir; mirando al costado contrario veía, en cambio, que el muro se hallaba cubierto de hermosos desnudos, y así supuso que los cuadros de enfrente no eran sino paisajes o naturalezas muertas. Pero ya las dos muchachas, sin dar la vuelta al salón, volvían por donde habían entrado, y al llegar a la puerta, y viendo los desnudos, se cubrieron los ojos y tomaron riendo la salida. La señora de más edad tenía un gesto de indignación  y desprecio, que se acompasaba con el de la mujer joven y distinguida que se hallaba delante mío, dándome casi la espalda, pero a diferencia de que el suyo era más bien de superioridad indulgente. Pero las dos muchachas se habían armado de valor y estaban aquí, de vuelta, y se deslizaban al encuentro de los desnudos como arrastradas por una secreta curiosidad un tanto pecaminosa, que las hacía sonrojarse y sonreír, cuchicheando entre sí, para despojarse, a medida que se enfrentaban con los cuadros, de sus ropas, tirando las prendas una a una. Y sólo entonces vi que yo también estaba completamente desnudo, mientras que la mujer que estaba conmigo, no, sin que ello me extrañara en lo más mínimo, ni me avergonzara, aunque sí estaba avergonzado y me esforzaba por disimular el rubor que sentía subir a mis mejillas, pero que no se debía a mi desnudez, sino que había advertido que entre mis piernas algo incómodo se hinchaba, y yo hacía esfuerzos por disimularlo cruzando las piernas. Entretanto la más esbelta de las muchachas, y que caminaba delante, se había quedado únicamente con una leve combinación, que yo quería ver caer, ver desprenderse de su piel, que se me antojaba que iba a resplandecer como una llamarada de magnesio en el instante de quedar la muchacha totalmente desnuda, para lo que yo debía volver la cabeza, pues ya habían doblado ellas el ángulo de la habitación que se hallaba a nuestras espaldas, y caminaban mirando los cuadros colgados del muro que quedaba de frente a la puerta. Y entre mis esfuerzos por disimular mi estado, apretando lo más posible mis piernas, y mi deseo de volver la cabeza, se interpuso en ese mismo instante la voz de la mujer joven y rubia que estaba sentada cerca a nosotros y que se dirigió a mí para decirme algo que yo no podía dejar de responder, mirando entonces abiertos delante de mí sus grandes ojos verdes, claros, sobre su rostro fino, sabiendo que era ése el momento preciso en que la muchacha se quitaba, a mis espaldas, su breve camisita, y que yo no podía mirarla. Y en ese instante sentí una inmensa felicidad bajar sobre mí, que me doblaba de gozo, atravesado por el placer, mientras los ojos claros me miraban de cerca, dulcemente. Cuando volví la cara, la muchacha avanzaba hacia nosotros y una luz melancólica ascendía por su piernas, hacia el vientre duro y ligero, extrañamente cubierto el sexo por una faja elástica, de color blanco, muy angosta, que alcanzaba a cubrir apenas la zona oscura de su cuerpo. Avanzaba hacia nosotros, probablemente con el propósito de cruzar la habitación para buscar sus ropas, caídas junto al muro donde se iniciaban los desnudos, y la mujer joven y rubia la miraba, y yo la miraba, y comprobaba con sensible desagrado, sensible, casi físico, que sus piernas y su vientre, ya no eran claros, aunque un instante no supe por qué, pero luego vi que era a causa de un bello oscuro, innoble, que le crecía extendiéndosele como una mancha sobre el cuerpo. Sentíamos la lluvia golpear arriba, en el techo, y estabamos allí, sentados, porque no podíamos irnos, retenidos por el agua que se oía correr en las canaletas.