Nunca se sabe la muerte que nos está destinada. Porque el ser
humano es frágil, piel y tejidos, todo blando y sin defensa, y
ese río parado de la sangre que la menor violencia convierte
en chorro. Asombra ciertamente que la mayoría muera en la cama, doblegada
por la enfermedad y no herida por uno de los infinitos instrumentos agudos, penetrantes,
explosivos de que el hombre está rodeado, infinitas aristas que a cada
paso amenazan destruirlo y lo hacen, los riesgos por él mismo puestos
en movimiento. Pero no es esto sino que debo empezar declarándome culpable
del crimen, el crimen y la muerte, dos muertes que yo he urdido. (¿O era
yo parte de lo ya prescrito en la morfología premonitoria de la botánica?)
Debo empezar sin saberlo hacer de manera distinta (él sí habría
sabido de un modo inigualable, porque las palabras, las ideas le obedecían
sin esfuerzo, quiero decir Carmona). Voy a contarlo para nadie, como no sea para
aliviarme al menos.
El curandero estaba en la puerta del club, ahí sentado, la bolsa a los
pies. Yo soy curioso y lo miré cuando salíamos, ese fue el comienzo.
Bueno, para proceder con algún orden, primero fueron las quejas, adentro,
el resentimiento y no a causa del alcohol porque raramente nos dejábamos
seducir por su trastorno. El médico (Carmona) vaciaba hasta tres whiskys,
los demás lo imitaban, yo me demoraba en mi vaso único, y esta
fidelidad me ha sido recompensada poniéndome al abrigo de toda intemperancia,
sólo que aquella tarde Carmona agregó algunos más a su invariable
dosis.
—¿
Saben ustedes —dijo de repente— que la profesión que he elegido
es la más ingrata en este país?
Yo sonreí, solapado, estaba acostumbrado a sus impromptus; sonreí con
sorna sin poder evitar la irritación que siempre me asaltaba cuando en
Carmona hablaba el triunfador ganoso de bañarse en sus victorias fingiendo
desdeñarlas o que le incomodaban. El resentimiento, polvoriento antes
de haber sido expresado.
¡Cómo me habría gustado decirle que era un majadero!
—¿Ingrata la medicina? ¿Por qué?
Yo lo miraba a través de la mesa, él sin saber que ese esbozo de
sonrisa mía era casi odio, y el dedo hipocrático golpeando la ceniza
del cigarrillo.
—
Vaya—hablé para fastidiarlo—, todas las profesiones tienen
su lado ingrato, pero al final capitalizan muchas recompensas.
¿
Comprendió que utilicé a propósito el verbo, comprendió que
yo estaba en guardia y sabía que él estaba infringiendo las reglas?
—
Convengo en ello —me interrumpió con acritud—, pero la del
médico es más dura. Tiene un enemigo imbatible entre nosotros:
la superstición, el curanderismo, ¡cuántos casos conozco!
Multitud de vidas sacrificadas a la hechicería, ese Moloch insaciable
(le gustaba apelar a estos tropos). Los esfuerzos de la ciencia se ven súbitamente
malogrados por la intromisión de los charlatanes. Nada puede la justicia
porque el curandero se ampara en la complicidad de los familiares del paciente,
que encubren con su buena fe la manipulación homicida, y el crimen queda
impune.
—
Tal vez ello ocurra —dije con humildad— porque hay casos que todavía
la ciencia no resuelve y los curanderos, vaya uno a saber cómo, desentrañan
sin mucho esfuerzo... Leyes desconocidas... Y lo hacen por unas pocas monedas;
también está eso, claro, el factor económico.
—¡
Si la ciencia no los resuelve no ha de hacerlo la ignorancia! —gritó enfurecido,
me miró como para abofetearme, y en ese destello de sus ojos, en esa voz
destemplada por la cólera reconocí que se me había ido
la mano. —¡Idiotas! (¿Lo dijo por mí?) El médico
sigue pagando su tributo, cargando siempre con los fracasos, porque entonces
no se pregunta qué curandero trató al paciente sino qué profesional
lo atendió. ¡La humanidad es detestable!
Pidió otro whisky (era el séptimo), los demás, yo, nos mantuvimos
en lo consumido. La reunión estaba ya malograda sobre todo por la forma
en que Carmona vació de un trago el contenido y quedó en silencio,
el ceño fruncido, la mirada en el vacío, de manera que fue con
alivio que lo vimos alzarse y conminar con su imperioso modo: ¡Vámonos!
Sin acordarse siquiera de firmar el vale o pagar la cuenta, y el callahuaya que
estaba ahí, sentado en la puerta, la bolsa a sus pies como para que yo
me volviera tontamente a mirarlo. Carmona se volvió también, los
demás creo que ni repararon en su opaca presencia; Carmona ostensible
el corrosivo desprecio colgándole el labio inferior profesional.
—¡
Ahí lo tienen ustedes! —vociferó. —Son estos resabios
de una edad oscurantista los que explotan la inepcia de las gentes, cultas e
incultas. ¡Infames farsantes! Yo haría encarcelar a esta canalla...
es más, ¡los haría fusilar!
El indio miró apenas a su detractor, ajeno con toda su persona como si
las palabras llegaran desinfladas6 a sus oídos o como si no hubiese salido
nunca de su idioma familiar.
—
Vean ustedes esa bolsa —seguía diciendo el médico. —Qué brujerías
contendrá. ¡Impostor!
—
Vámonos ya —intervinieron los otros. —Dejemos en paz a este
pobre hombre, doctor.
—
Es que su sola presencia me subleva.
Entonces el indio habló.
—
Serénate, señor, yo en nada te he ofendido. Eres médico, ¿no
es cierto?
—¿
Me conoces?
—
No, pero lo adivino y, claro, siendo un sabio, tienes que despreciarme... soy
un indio ignorante, no engaño a nadie...
—¿
Que no engañas a nadie, tú, charlatán?
—¿
Me permites preguntarte algo?... tan seguro te veo de tu ciencia... ¿Puedes
detener una hemorragia, doctor?
Carmona lo miró perplejo, no sabiendo si tomarlo del cuello o volverle
las espaldas.
—
No te desafío, señor, apenas si te hago una pregunta.
—
Dejemos esto —dije—, es una tontería indigna de usted (sabiendo
pérfidamente que Carmona haría lo contrario).
Uno de nuestros amigos intervino. ¿Y por qué no, por qué no?
Adelante, doctor. Carmona había bebido más de lo que habitualmente él
mismo se consentía; fue su perdición, aceptó el reto absurdo.
—
Detengo cualquier hemorragia —gritó. —¡Y después
te la provoco a ti de un sopapo!
Cerca del club estaba (no ahora) bien abastecida la Botica del Inca donde yo
me proveía regularmente del infalible bicarbonato para mis gastralgias;
allí nos encaminamos todos. El boticario me hizo un saludo de viejo conocido,
sólo que frío, porque guardó para Carmona una venía
más considerada. Infeliz, dije yo, todos los boticarios son unos infelices;
el hecho no más de haber elegido esa profesión de batir pomadas
y doblar papelitos, pero se encogió de hombros al enterarse del propósito
que nos llevaba a su establecimiento. Un grupo de indios y mestizos que se hallaba
allí de compras se acercó en silencio, despierta la curiosidad
al escuchar la explicación de los desafiantes, poniéndose en corro,
los ojos abiertos, en torno nuestro. El callahuaya indagaba parsimoniosamente
en su bolsa, extrajo unas hojas anchas verdes, se puso a alisarlas y a reducirlas
en dobleces sin prisa, con los mestizos atrás estirando el cuello y los
ojos desmesurados. Decía unas palabras en aymara pero no a las hojas sino
a uno de los indios, uno más joven, que no respondía sino con una
sonrisa, azorada y respetuosa, y dejó luego que el herbolario le pusiese
las hojas arrolladas en cada una de las fosas nasales. Casi en seguida se precipitó la
hemorragia; los mestizos lanzaron una exclamación.
—
Ahí tienes —dijo sin arrogancia el indio; señaló las
estanterías de la botica. —Todos estos remedios de la ciencia están
a tu disposición; en algún frasco debe de haber algo que te ayude
a parar esa sangre.
Aquí incurrí en otra alevosía, qué diablos, pensé,
mirando caer la sangre en el recipiente que había traído el boticario.
De pronto un completo silencio, la sonrisa muy al fondo en la máscara
impenetrable de los mestizos. Tomé de mi cartera cincuenta pesos y los
puse delante del grupo como una parada en el juego de taba.
—
A la mano del doctor —dije.
Cincuenta pesos eran una puesta decorosa entonces, los mestizos consideraron
mi dinero, cambiando opiniones con los ojos, y el boticario que gruñó algo
volviéndome la espalda. Finalmente, uno de los mirones puso un billete
de veinte pesos al lado del mío, los otros completaron la postura.
—
Hielo, tapones con agua oxigenada —pidió el médico, todavía
bajo los efectos del whisky.
Mantuvo la cabeza del muchacho en posición erguida, el recipiente debajo
del mentón, aguardando el resultado, sin éxito; la sangre se agolpó en
la garganta.
—
No es una hemorragia cualquiera —comentó con voz sin expresión
uno de los mestizos, queriendo preanunciar la derrota del médico.
Agregué otros cincuenta pesos a la apuesta, mis amigos la elevaron a cien,
los mestizos le opusieron el nervioso dinero destinado a las compras. Desalentadoramente,
no fue tampoco de ninguna eficacia la acción de los hemostáticos
administrados con ayuda del farmacéutico; la sangre seguía del
lado de ellos. El callahuaya sentado en el suelo como si con él no fuera
la cosa elegía de un verdoso montoncito las hojas de coca para llevárselas
a los labios y dejaba caer otras ritualmente de lo alto sobre el lienzo extendido
en las rodillas impasibles, y los mestizos que tomaban ahora la ofensiva con
su indeseable peculio. En la voz nebulosa del médico cuando ordenaba otros
recursos y preparados disipábanse con rapidez los vapores del alcohol
y se veían las pequeñas, desesperadas gotitas de transpiración
que yo miraba no sé por qué también con el color de la sangre
a medida que, uno a uno, se acumulaban los fracasos sobre su frente y los botes
de remedios en el mostrador de la farmacia.
—
Hay que hacer algo, hay que hacer algo —dijo gratuitamente la voz asustada
del boticario con el muchacho que empezó a gimotear la irreparable pérdida
de su sangre, como si lo hecho por el médico no fuese nada, no fuese nada
el médico allí mismo hace rato en mangas de camisa y los antebrazos
desnudos, los mestizos accionando, pidiendo ya la confesión del fracaso,
que terminara aquello, la codicia en los ojos y las manos inquietas por caer
sobre el dinero.
Sin apuro se levantó entonces el callahuaya, sin apuro volvió del
revés las lesivas hojas utilizadas antes, no otras hojas, las mismas que
ahora eran de un verde confortante, para introducirlas en las copiosas narices
sangrientas. Hubo unos momentos de expectación tirante, en que el silencio
mismo parecía tirante, pero la sangre iba cediendo, la vimos ceder, replegarse,
contenida por el secreto conjuro desprendido de las láminas vegetales
incógnitas, y la hemorragia paró despacio, se detuvo finalmente.
Carmona mordía juntos el abatimiento y la humillación, los ojos
perdidos en el indio restituido a su tarea de examinar con espacioso escrutinio
las quebradizas hojas de coca que parecían, sin embargo, proveerle su
fuerza. De pronto vi extraviarse el rostro de Carmona desfigurado, le vi dar
dos pasos y aventar de un puntapié hojas y lienzo, gritando:
—¡
Basta de magia estúpida! ¡Lárgate ya!
Vi eso, vi obediente el indio recoger, ahora sí con prisa, sus efectos,
trasluciendo en sus gestos decepción apenas, desconcierto.
—
Es una pena, señor —dijo sin amargura y señalaba las hojas
dispersadas como si fueran personas. —Estaban por revelarme algo... les
has cortado la voz.
Se retiraba, no parecía tener interés en que escucharan que agregaba
por lo bajo, casi para su propia reflexión:
—
Sólo pude ver curiosamente que nuestras sangres aparecen juntadas.
No fue al doctor Carmona al que encontré en su consultorio, no
fue su consultorio esa pieza en que había entrado el desorden, los
estantes vacíos con libros en la alfombra, restos de comida o más
bien platos sin tocar con ese aspecto de muerte que tienen las viandas
enfriadas que no parecen de horas sino de años, las colillas sembradas
de los cigarrillos que se consumen solos o se van tirando de cualquier
modo y acusan el desprecio con que caen en los muebles o en el piso. No
era Carmona esa botella de whisky a medio vaciar, esos cabellos revueltos,
crecidos sobre los ojos de fiebre, el áspero silencio.
Me recorrió un estremecimiento placentero. He ahí el triunfador,
me dije, pero luego me retracté, no soy tan vil después de
todo. (Era la quinta vez que lo buscaba sin conseguir, hasta ahora, el
privilegio de ser recibido en su fastuosa cueva de solterón; la
segunda oí al fondo su voz que le gritaba a los sirvientes: No quiero
ver a ningún imbécil.) He aquí a Carmona vencido,
sin hablar, una hora sin hablar, yo sentado en la punta de una silla pensando
en la capa de polvo adherida a mi pantalón, asqueado pero sin valor
para levantarme, deseando oírle su amargura, hasta que dijo:
—
Ya ve usted para lo que sirve la ciencia... tantos libros, la investigación
de siglos, si nada sabemos... Si sé menos que un campesino analfabeto...
Me he quemado las pestañas queriendo averiguar algo acerca de esas
hojas: la botánica las ignora, la medicina está en blanco... ¡al
diablo con los libros! Los eché al fuego todos, ardieron... Y eso
es la sabiduría, pavesas.
Se sirvió una porción de la botella, que en seguida empujó hacía
mí con un gesto de repulsa que lo abarcaba todo y que yo odié porque
me sentí incluido en su náusea.
—
Y el indio ése, riéndose... me lo imagino en los mercados,
en las plazas, en las tabernas... haciendo escarnio de mi frustración...
con perfecto derecho. La ciudad entera ríe a mi costa, ¿no
la ha escuchado usted? Yo la escucho, la oigo celebrar la afrenta en una
carcajada que resuena todo el tiempo en mi cerebro... El doctor Carmona... ¿por
qué yo, por qué yo?... convertido en chivo emisario de un
débito de la ciencia, un hiato como si dijéramos... Oh, mi
cabeza va a estallar... ¡Y para esto sí que no sirve ninguna
de tus hojas endemoniadas, indio maldito!... ¿Sabe usted que me
persigue? Me lo encuentro por todos lados, y para colmo de burla se descubre:
Buenos días, señor doctor, y en los ojos siempre una luz
falsa e incierta, como si mirase desde el misterio...
Aquí agravé mi infamia, hice además posible la profecía.
No lo disuadí de su enajenamiento, no hice nada por disipar su tiniebla.
Hablé más bien de la azarosa realidad, de los sarcasmos que
nos reserva la vida, pero imputándolo todo a un tercero imaginario,
haciendo abstracción de su caso, ignorándolo. Pregunté si
alguien podía imaginar, es un supuesto, aclaré imprimiendo
vaguedad a mis palabras, la reputación de un hombre, una existencia
brillante, su sosiego, en fin, abatidos de un solo golpe por un ser del
montón, oscuro entre millones. Cualquiera está expuesto a
esa eventualidad, usted, yo, yo sobre todo en mi condición de abogado,
rábula, como usted suele bromear, porque nunca dejé de comprender
que fueran bromas. ¿Lo concibió en sus momentos de odio por
mi persona? Odio amistoso, por cierto, impaciencia diré, puesto
que todos nos odiamos alguna vez, no me lo niegue, no es mi propósito
insinuar otra cosa. Y le sugerí precaverse... nunca se sabe. No
permitir que lo tomen desarmado, desprevenido, quiero decir, claro, no
resignarse a caer tontamente, qué diablos.
Lo dejé con su barba de ocho días, su deterioro interno,
la botella de whisky, los ojos cargados de sombra. Maduro. Pero antes
de marcharme deslicé el revólver, subrepticiamente, en una
esquina de la mesa.
|