Cerco de penumbras

(Selección)

El círculo Los buitres Junta de sangres

 

El círculo

La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío de tumba, compacto.
“Claro —se dijo y sus dientes castañeteaban—, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí”.
Se detuvo ante una puerta. Sí, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, la única ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de sombra.
En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quien venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio. Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. Pero, ¿pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa. Hincada la garra en la entraña de Elvira, torturábala con desvaríos de sangre. Muchas veces, él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que no engaña. Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de sus amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuesta ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabellera al aire, loca de cólera y amargos resentimientos.
Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo mismo que el guardián de laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia. Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla, el tiempo, que trae todas las soluciones.
Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir. Pensó en la explicación y la despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habían transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla, pero, ¿la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero, conoció otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí, llamando a la puerta de Elvira, como antes.
La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, y una voz —la voz de Elvira— preguntó:
—¿ Eres tú, Vicente?
—¡ Elvira! —susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la sorpresa. —¿Cómo sabías que era yo? ¿Pudiste verme, acaso, en la oscuridad, a través de las cortinas?
—Te esperaba.
Lo atrajo hacia adentro y cerró.
—¡ Es que no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá. ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie.
Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían sus ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella.
—La soledad enseña tantas cosas —dijo—. Siéntate.
El ya se había sentado, con el abrigo puesto.
—Hace tanto frío aquí como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa?
—¿ Para qué? Aquí siempre hace frío. Ya no lo siento.
No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la mano helada y permanecieron en silencio. La habitación estaba casi en penumbra, otra de sus costumbres irritantes. Pero, en fin, no le había hecho una escena. El esperaba una crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin embargo, no estaba tranquilo: la tormenta podía estar incubándose. Debajo de esa máscara podía hallarse, acechante, el furor, más aciago y enconado por el largo abandono. Tardaba, empero, en estallar. De la figura sentada a su lado sólo le llegaba un gran silencio apacible, una serena transigencia.
Comenzó a removerse, inquieto, y de pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: ensarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba, comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo.
Con la cabeza baja, sentía pasar el tiempo como una agua turbia.
—De modo —dijo ella, al cabo— que estuviste de viaje.
La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él. ¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo ignoraba; que en dos años no se había enterado siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ése? Buscaba herirlo, probablemente, simulando un desinterés absoluto en lo que a él concernía, aun a costa de desmentirse. ¿No acababa de afirmar que ella lo sabía todo? ¡Bah! Se cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la tormenta que su tacto había domesticado esta noche. Decidió responder, como al descuido:
—Sí, estuve ausente algún tiempo.
Sólo después de una pausa, Elvira comentó enigmática:
—Qué importa. Para mí ya no existe el tiempo.
—Precisamente —dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con incrustaciones de brillantes—, te he traído esto. Nos recuerda que el tiempo es una realidad.
Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su muñeca.
—Muy bonito —elogió. —No sé si podré usarlo.
—¿ Por qué no?
—Déjalo ahí, en la mesita.
“Parece enferma”, pensó Vicente, mientras depositaba el reloj sobre el estuche abierto. Estaba, en efecto, delgada, delgada y exangüe. Pero no se atrevió a interrogarla.
Estalló un trueno, lejos, en las profundidades de la noche. La lluvia gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su caudal de rencor por las calles, sobre los techos.
—Bésame —le pidió ella.
La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo imperio, y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo desprendido de la noche.
—Tienes que irte, Vicente. Se puso de pie.
—Volveré mañana.
—Sí.
—Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo...
—No prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete.
La lluvia azotaba la calle con salvajes ramalazos de furia.
“¡ Maldito tiempo!”, rezongó Vicente, calado antes de haber dado diez pasos. “A ver si ahora no encuentro un taxi”.


Somos prisioneros del círculo. Uno cree haberse evadido del tenaz acero y camina, suelto al fin, un poco extraño en su albedrío, y siente que lo hace como en el aire. Le falta un asidero, el suelo de todos los días. Y el asidero es, de nuevo, la clausura.
Vicente atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y lo aventaja, apresurado, con largas zancadas varoniles, ganoso del encuentro. Mientras otro, en él, se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. El mismo va siguiendo al primero, contra su voluntad. Pero, ¿sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre, su libertad le pesaba como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su reiteración, sus vigilias se llamaban Elvira? Su contienda (los dos atroces años debatiéndose en un litigio torturado), ¿no tenía también ese nombre? Lúcido, con una lucidez no alterada, percibía, curiosamente, la naturaleza del discorde sentimiento, que no se parecía al amor ni era el anhelo de la carnal presencia de Elvira, sino una penosa ansia, la atracción lancinante de una alma.
La secreta corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar. Discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes.
Llama a la puerta. Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante, después sigue trotando, sin prisa, calle abajo.
Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, en seguida más fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. Pero, ¿no queda nadie en la casa? Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza.
Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto!
Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin darse por enterado. “Bruja curiosa”, gruñó. La vieja avanzó por la acera.
—¿ Busca a alguien, señor? —preguntó.
— Sí, señora —respondió de mala gana. —Busco a la señorita Elvira Evangelio.
La mujer tornó a examinarlo, acuciosa.
—¿ No sabe usted que ha muerto hace tres meses, señor? La casa está vacía.
Vicente se encaró con la entremetida. Esbozó una sonrisa.
— Por suerte —dijo—, la persona a quien busco vive, y vive aquí.
—¿ No pregunta usted, acaso, por la señorita Evangelio?
— Así es, señora.
— Pues la señorita Evangelio ha muerto y fue enterrada cristianamente. La casa ha sido cerrada por el juez, ya que la difunta no parecía tener parientes.
¿Estaría en sus cabales esa anciana? Vicente la midió con desconfianza. En cualquier caso, era una chiflada inofensiva; seguiría probando.
— Soy el novio de Elvira, señora. Estuve ausente y he vuelto ayer, para casarme con ella. La visité anoche, conversamos un buen rato. ¿Cómo puede decir que ha muerto?
La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de aspecto fúnebre, con trazas de funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y a quien Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez. El hombre se acercó sin dar muestras de apresuramiento.
—¿ Oye usted lo que dice este señor, don Cesáreo? Que anoche estuvo en esta casa... con la señorita Elvira... visitándola. ¡Hablando con ella!
Los ojos del jubilado se clavaron hoscos en Vicente, unos segundos: no lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra. Dio a comprender, con su actitud, que juzgaba con severidad a los jóvenes inclinados a la bebida y, volviéndole la espalda, se retiró farfullando entre dientes.
Vicente decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca. ¡Par de zopencos! Después de todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira al saberlo.


Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus propios golpes lo pusieron nervioso. Comenzó a transpirar, advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles silenciosas, hasta encontrar un vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira había muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia, temía que lo tomaran a risa. Peor aún: temía que le creyeran.
Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona, esa linde a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la misma dificultad del ebrio o del delirante, su espíritu luchaba por discernir la realidad.
Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta, Vicente descubrió, sobre la mesita de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones de brillantes, en el estuche abierto.

 


 

Los buitres

Cuando subio al tranvía, no advirtió de momento su pre-
sencia.
(Había dejado pasar un taxímetro, sin detenerlo —no sabía por qué—, luego dos omnibuses abarrotados de pasajeros. No quería viajar incómodo, no quería exponerse al maltrato de las aglomeraciones, las odiaba. Pero los tranvías no le eran menos aborrecibles; le parecían vehículos para viejos y mujeres gordas, artefactos asmáticos y ruidosos. Se decidió, sin embargo, por ese que se acercaba dando cabezazos. Una señora joven con una niña se habían detenido a su lado. Si suben ellas, lo tomo, pensó. La señora hizo una señal al motorista, y el tranvía, jadeante, se detuvo. Subieron los tres).
Pero al llegar a la mitad del pasillo sintió —sin que la sensación tomara forma en su conciencia— que algo de irregular había allí dentro, en las personas o en la atmósfera.
(El tranvía partió con brusquedad; sus nervios vibraron, adaptándose al aire rumoroso de hierros y vidrios que circulaba en su interior).
Fue entonces cuando percibió algo como un fluido, y sus ojos se pusieron a buscar involuntariamente de dónde provenía ese llamado. No se sentó en seguida, ni avanzó por el pasillo, sino que tomándose de un asidero dejó errar su mirada un segundo, como si esperase encontrar a un conocido, mientras buscaba acomodo con movimientos calmosos, de autómata. Ocupó al fin el primer sitio que halló libre; se disponía ya a desplegar su diario cuando, de repente, una muchacha, sentada en uno de los asientos delanteros, volvió la cabeza. Fue como un choque. De inmediato supo que era eso lo que lo había turbado vagamente, y casi ya no apartó los ojos de ella. En el breve instante en que se cruzaron sus miradas, buscó hasta el último detalle de su rostro, y como en una súbita instantánea, quedó grabado en la placa de su cerebro. Ahora que miraba su pelo de color de miel, suavemente ondulado, luminoso, sabía cómo era ella. Y aunque no la había oído hablar, conocía el timbre de su voz, clara, nítida, sin diapasones sentimentales. Estaba enterado de todo eso, y, sin embargo, no habría podido describirla. Cuando se esforzaba por hacerlo, con la mirada fija en sus cabellos, mientras el tranvía rodaba bajo el sol por las verdes alamedas próximas a la Plaza Italia, sólo conseguía arribar a la convicción de que era dulce, femenina, con unos labios de un rojo pálido y una luz en las mejillas que iluminaba y al propio tiempo diluía los demás rasgos de su cara. El guarda se le acercó. Un poco confundido alargó la moneda (acababa de advertir que la tenía fuertemente asida entre los dedos, como un niño). Se había ubicado cuatro o cinco asientos más atrás, y recordó que antes de hacerlo, en ese segundo en que se mantuvo en pie, buscando, la había visto por la espalda (la acompañaba una amiga, quizá su hermana, sentada a su lado), sin detenerse en ella, que por detrás se confundía con los demás pasajeros, como si su magnetismo femenino sólo obrase por el oficio de sus ojos o de su rostro.


Subían y bajaban los pasajeros. El tranvía seguía rodando, con un estrépito de hierros sin aceitar, quejándose y sacudiendo su armazón estropeada. A los costados se elevaban ahora los altos edificios de la calle Santa Fe, lúcidos de cal hiriente bañada de sol, mientras el guarda, en la plataforma, tiraba enérgicamente del cordón de la campanilla, con la primavera repicando en su sangre.
La muchacha no había vuelto a mirarlo. Hablaba con su compañera, parecía ignorar por completo su presencia. Pero el fluido imponderable continuaba actuando en sus nervios, y eso le decía que estaba tácitamente en comunicación con su pensamiento.
Grupos de mujeres jóvenes, vestidas con telas ligeras, de colores alegres, flotaban en el río del tránsito. El tranvía bogaba como un cetáceo, entre las olas de la calle, los racimos humanos peligrosamente colgados de sus barrotes. Así cargado viraba (con ese chirrido en el que se evade el doloroso cansancio del hierro) por la esquina de Paraguay y Maipú, cuando asomó un inmenso camión, como un monstruo furioso, y se abalanzó rugiendo sobre él. El pasaje gritó, paralizado. Pero la bestia relampagueante cruzó a dos pulgadas de la tragedia. No había sucedido nada. A lo más, unos paquetes que rodaron por el suelo. Pensó, sin embargo, en abandonar el vehículo. Seguiría a pie, o tomaría un taxímetro. Ese armatoste lo inquietaba. Me van a matar cualquier día. Pero en seguida rechazó esos presagios. El tranvía siguió rodando perezosamente; su mismo traqueteo sosegado pareció devolverle la confianza; la risa despreocupada de una pasajera acabó por disipar sus recelos. Además, estaban ya cerca de la calle Corrientes.
Las edificaciones se hicieron familiares, las reconoció: ésa era la cuadra en que habitaba. Tenía que bajar. Pero algo lo ataba a su asiento, algo le impedía dejarlo. Sólo entonces comprendió que era la desconocida, y cuando llegó a la esquina en que debía descender, siguió en su sitio, sin moverse. Es ridículo, pensó, profundamente turbado. Nunca había hecho eso. No acostumbraba seguir a las mujeres que encontraba en la calle. Es cierto que era un hombre solo, que amaba la vida. Es decir, que le habría gustado compartirla con uno de esos seres delicados. Tal vez era su obligación buscarlo. Pero un recato íntimo le impedía confundirse con un perseguidor callejero. Tuvo la impresión de que el guarda lo espiaba, que tiraba con más violencia del cordón de la campanilla. En seguida, viendo su rostro joven y desaprensivo, comprendió que su sospecha era ilógica, puesto que el guarda, probablemente, no lo había visto en su vida. Dejaron atrás la Avenida de Mayo. Habían llegado a los barrios del sur de la ciudad, y se deslizaban ahora por un bulevar espacioso, sólo que marchito, como sin amparo. Al fondo, el humo de las fábricas ensombrecía el cielo. No pueden ir muy lejos, se dijo. Tienen que bajar pronto. El tranvía se iba vaciando. Observó, asimismo, que a medida que se internaba en los suburbios de la población, el día se apagaba paulatinamente.


Atravesaron el Riachuelo, espeso como un vino. Las dos muchachas seguían en sus asientos, sin hablar. A la luz declinante de la tarde discernía sus espaldas rígidas, por las que trepaban las sombras, como devorándolas. El tranvía, poco a poco, fue quedando solitario, sólo ellas (ellas y él) permanecían inmóviles en su sitio. Cayó la noche. Luces siniestras iluminaban una ciudad desconocida. Ojos cargados de crimen los miraban desde la tiniebla. Un viento perverso ambulaba por los rincones de las calles, arrastrando desolación y hojas muertas. No sabía en qué lugar se encontraba ni por qué estaba allí ni adónde se dirigía.
En el interior del tranvía goteaba una claridad amarilla. De vez en cuando subían unos pasajeros esfumados y volvían a desaparecer, misteriosamente, sin que el vehículo se detuviese. Enfilaba dando saltos por una región lamida por el abatimiento, en la que se escurrían sombras apelotonadas, a ras del suelo. En lo alto soplaba el viento enfurecido. Relámpagos como navajas desgarraban la noche. En el seno de la obscuridad se incubaba una tormenta. Truenos apagados rodaban en la lejanía. El tiempo había cambiado. Hacía frío, se sintió helado. Una humedad peligrosa como una fiebre lo calaba hasta los huesos. Y de pronto se derrumbó el temporal. Masas de agua negra caían sobre el tranvía, resonaban los truenos hondamente, como galgas que se despeñan en un precipicio, y el vehículo zigzagueaba en la sombra perseguido por los rayos y los relámpagos.
La tempestad bramó toda la noche. El tranvía siguió corriendo embozado en la cólera nocturna, traqueteando, ciego, tenaz, sin detenerse, como impelido por esa cólera, que sólo cedió al amanecer. Volvió a lucir el sol, pero pálido, ahora sobre una ciudad extraña. ¿Qué ciudad era ésa, que él nunca había visto? Cubos y torres grises sucedíanse unos al lado de otros, y entre sus vagos muros, habitantes de niebla, fantasmales. ¿Hablaban esas gentes, pertenecían a su mundo? Subían y bajaban, él las sentía cerca, rozándolo, y al mismo tiempo lejanas, como irreales, pero amenazantes. Todas parecían a punto de volverse contra él, de mirarlo con ojos de fuego, de desenfundar heladas armas. Pero en seguida el sol se hundió de nuevo, de nuevo reinó la obscuridad. Bandas incógnitas y ebrias saltaban al tranvía, silenciosas o vociferantes, volvían a desaparecer. Los perros aullaban a lo lejos. Y se alzaba el día y caía la noche, y el tranvía seguía rodando sin detenerse.
Sólo las muchachas no se habían movido. Ni hablaban. Ni se volvían a mirarlo.
Ahora la campanilla se agitaba débilmente. La mano del guarda parecía fatigada. La miró asida al cordón, y vio que era una mano de viejo, con la piel rugosa y seca. Siguió la dirección de la mano cuando ésta descendió y, horrorizado, advirtió que el guarda había envejecido: sus cabellos, blancos, lacios, le colgaban como ramas de cerezo sobre los hombros y la espalda; hondas arrugas surcaban su rostro en todas direcciones. Su uniforme, deshilachado, había perdido color y forma.
Tuvo miedo de llevarse la mano a la cara, de mirar siquiera la piel de sus manos. La sangre había dejado de latir en sus sienes. Con los sentidos como suspensos sobre él mismo, ingrávido, ausente, percibía la ascensión penosa de las ruedas por una angosta quebrada. Las horas resbalaban afuera a modo de gotas de tiempo, opacas, por las barbas eternas de las montañas. Luego el tranvía entró en una vasta extensión desierta y se deslizaba ahora sin ruido, blandamente, en medio de un aire inmóvil y congelado. Su marcha era fácil, pero lenta, inquietante. Como si con el ruido hubiera desaparecido algo esencial, algo vital y tranquilizador, semejante a la facultad misma de sentir, de sentirse parte del mundo. Como si bruscamente hubiese ensordecido. Su corazón repicaba con la presión de las alturas. El aire helado se hizo denso. Pareció estacionarse en el interior del tranvía, pesado como el sueño de la arena. En todo el contorno, afuera, no se distinguía el menor signo de vida. Una luz extraña, irreal, estancada como el aire, bajaba de alguna parte sobre el árido paisaje. Casi se respiraba una atmósfera de cripta. Un ligero graznido atrajo su atención. ¿Acaso estaré muerto y...? Se estremeció sin atreverse a completar su pensamiento. Miró frente a él con alarma: sobre el pecho de la muchacha se hallaba posado un buitre. Su plumaje negro parecía descolorido, con esa condición del lodo y la herrumbre, que le daba apariencia repulsiva de rata, de murciélago. Se preguntaba cuándo había entrado allí, por dónde. Y en medio de su preocupación, casi superflua, advirtió con espanto que el pájaro no estaba ocioso, ¡que el avieso pico se ensañaba en uno de los ojos de la muchacha, la cual permanecía rígida como una estatua y muda, como su compañera! Se alzó prontamente de su asiento, para espantar al intruso, y para descubrir en ese mismo instante que una espesa nube de buitres volaba junto al tranvía, escoltándolo. Algunos trataban de introducirse por las ventanillas cerradas y sus picos repiqueteaban en los cristales con un redoble sordo y funeral. No alcanzó a dar dos pasos: por la puerta delantera irrumpió un huracán tenebroso. Las furiosas aves carniceras se estrellaban enceguecidas contra las paredes del tranvía y contra su propio pecho. Se defendió con los puños crispados, golpeando al azar. Esforzábase por proteger sus ojos de la agresión iracunda. La tromba de buitres seguía penetrando inacabable, era cada vez más ávida y poderosa. La sintió encima de él, como una ola. Vaciló. Trastabilló. Fue a caer sobre el filo de uno de los asientos. Un sudor viscoso como la sangre le humedecía la frente. Pudo levantarse de nuevo, comenzó a retroceder. La rabiosa acometida lo empujaba hacia el fondo, hacia atrás. Era un viento de cólera desencadenado, una columna turbia que bajaba sobre su cabeza, un brazo de la muerte. Se debatió unos instantes en el marco de la puerta, enredado en la pierna inerte del guarda allí caído (la tierra volaba bajo sus pies con un hervor de vértigo) antes de lanzarse al vacío.

 


 

Junta de sangres

 

Nunca se sabe la muerte que nos está destinada. Porque el ser humano es frágil, piel y tejidos, todo blando y sin defensa, y ese río parado de la sangre que la menor violencia convierte en chorro. Asombra ciertamente que la mayoría muera en la cama, doblegada por la enfermedad y no herida por uno de los infinitos instrumentos agudos, penetrantes, explosivos de que el hombre está rodeado, infinitas aristas que a cada paso amenazan destruirlo y lo hacen, los riesgos por él mismo puestos en movimiento. Pero no es esto sino que debo empezar declarándome culpable del crimen, el crimen y la muerte, dos muertes que yo he urdido. (¿O era yo parte de lo ya prescrito en la morfología premonitoria de la botánica?) Debo empezar sin saberlo hacer de manera distinta (él sí habría sabido de un modo inigualable, porque las palabras, las ideas le obedecían sin esfuerzo, quiero decir Carmona). Voy a contarlo para nadie, como no sea para aliviarme al menos.
El curandero estaba en la puerta del club, ahí sentado, la bolsa a los pies. Yo soy curioso y lo miré cuando salíamos, ese fue el comienzo.
Bueno, para proceder con algún orden, primero fueron las quejas, adentro, el resentimiento y no a causa del alcohol porque raramente nos dejábamos seducir por su trastorno. El médico (Carmona) vaciaba hasta tres whiskys, los demás lo imitaban, yo me demoraba en mi vaso único, y esta fidelidad me ha sido recompensada poniéndome al abrigo de toda intemperancia, sólo que aquella tarde Carmona agregó algunos más a su invariable dosis.
—¿ Saben ustedes —dijo de repente— que la profesión que he elegido es la más ingrata en este país?
Yo sonreí, solapado, estaba acostumbrado a sus impromptus; sonreí con sorna sin poder evitar la irritación que siempre me asaltaba cuando en Carmona hablaba el triunfador ganoso de bañarse en sus victorias fingiendo desdeñarlas o que le incomodaban. El resentimiento, polvoriento antes de haber sido expresado.
¡Cómo me habría gustado decirle que era un majadero!
—¿Ingrata la medicina? ¿Por qué?
Yo lo miraba a través de la mesa, él sin saber que ese esbozo de sonrisa mía era casi odio, y el dedo hipocrático golpeando la ceniza del cigarrillo.
— Vaya—hablé para fastidiarlo—, todas las profesiones tienen su lado ingrato, pero al final capitalizan muchas recompensas.
¿ Comprendió que utilicé a propósito el verbo, comprendió que yo estaba en guardia y sabía que él estaba infringiendo las reglas?
— Convengo en ello —me interrumpió con acritud—, pero la del médico es más dura. Tiene un enemigo imbatible entre nosotros: la superstición, el curanderismo, ¡cuántos casos conozco! Multitud de vidas sacrificadas a la hechicería, ese Moloch insaciable (le gustaba apelar a estos tropos). Los esfuerzos de la ciencia se ven súbitamente malogrados por la intromisión de los charlatanes. Nada puede la justicia porque el curandero se ampara en la complicidad de los familiares del paciente, que encubren con su buena fe la manipulación homicida, y el crimen queda impune.
— Tal vez ello ocurra —dije con humildad— porque hay casos que todavía la ciencia no resuelve y los curanderos, vaya uno a saber cómo, desentrañan sin mucho esfuerzo... Leyes desconocidas... Y lo hacen por unas pocas monedas; también está eso, claro, el factor económico.
—¡ Si la ciencia no los resuelve no ha de hacerlo la ignorancia! —gritó enfurecido, me miró como para abofetearme, y en ese destello de sus ojos, en esa voz destemplada por la cólera reconocí que se me había ido la mano. —¡Idiotas! (¿Lo dijo por mí?) El médico sigue pagando su tributo, cargando siempre con los fracasos, porque entonces no se pregunta qué curandero trató al paciente sino qué profesional lo atendió. ¡La humanidad es detestable!
Pidió otro whisky (era el séptimo), los demás, yo, nos mantuvimos en lo consumido. La reunión estaba ya malograda sobre todo por la forma en que Carmona vació de un trago el contenido y quedó en silencio, el ceño fruncido, la mirada en el vacío, de manera que fue con alivio que lo vimos alzarse y conminar con su imperioso modo: ¡Vámonos! Sin acordarse siquiera de firmar el vale o pagar la cuenta, y el callahuaya que estaba ahí, sentado en la puerta, la bolsa a sus pies como para que yo me volviera tontamente a mirarlo. Carmona se volvió también, los demás creo que ni repararon en su opaca presencia; Carmona ostensible el corrosivo desprecio colgándole el labio inferior profesional.
—¡ Ahí lo tienen ustedes! —vociferó. —Son estos resabios de una edad oscurantista los que explotan la inepcia de las gentes, cultas e incultas. ¡Infames farsantes! Yo haría encarcelar a esta canalla... es más, ¡los haría fusilar!
El indio miró apenas a su detractor, ajeno con toda su persona como si las palabras llegaran desinfladas6 a sus oídos o como si no hubiese salido nunca de su idioma familiar.
— Vean ustedes esa bolsa —seguía diciendo el médico. —Qué brujerías contendrá. ¡Impostor!
— Vámonos ya —intervinieron los otros. —Dejemos en paz a este pobre hombre, doctor.
— Es que su sola presencia me subleva.
Entonces el indio habló.
— Serénate, señor, yo en nada te he ofendido. Eres médico, ¿no es cierto?
—¿ Me conoces?
— No, pero lo adivino y, claro, siendo un sabio, tienes que despreciarme... soy un indio ignorante, no engaño a nadie...
—¿ Que no engañas a nadie, tú, charlatán?
—¿ Me permites preguntarte algo?... tan seguro te veo de tu ciencia... ¿Puedes detener una hemorragia, doctor?
Carmona lo miró perplejo, no sabiendo si tomarlo del cuello o volverle las espaldas.
— No te desafío, señor, apenas si te hago una pregunta.
— Dejemos esto —dije—, es una tontería indigna de usted (sabiendo pérfidamente que Carmona haría lo contrario).
Uno de nuestros amigos intervino. ¿Y por qué no, por qué no? Adelante, doctor. Carmona había bebido más de lo que habitualmente él mismo se consentía; fue su perdición, aceptó el reto absurdo.
— Detengo cualquier hemorragia —gritó. —¡Y después te la provoco a ti de un sopapo!
Cerca del club estaba (no ahora) bien abastecida la Botica del Inca donde yo me proveía regularmente del infalible bicarbonato para mis gastralgias; allí nos encaminamos todos. El boticario me hizo un saludo de viejo conocido, sólo que frío, porque guardó para Carmona una venía más considerada. Infeliz, dije yo, todos los boticarios son unos infelices; el hecho no más de haber elegido esa profesión de batir pomadas y doblar papelitos, pero se encogió de hombros al enterarse del propósito que nos llevaba a su establecimiento. Un grupo de indios y mestizos que se hallaba allí de compras se acercó en silencio, despierta la curiosidad al escuchar la explicación de los desafiantes, poniéndose en corro, los ojos abiertos, en torno nuestro. El callahuaya indagaba parsimoniosamente en su bolsa, extrajo unas hojas anchas verdes, se puso a alisarlas y a reducirlas en dobleces sin prisa, con los mestizos atrás estirando el cuello y los ojos desmesurados. Decía unas palabras en aymara pero no a las hojas sino a uno de los indios, uno más joven, que no respondía sino con una sonrisa, azorada y respetuosa, y dejó luego que el herbolario le pusiese las hojas arrolladas en cada una de las fosas nasales. Casi en seguida se precipitó la hemorragia; los mestizos lanzaron una exclamación.
— Ahí tienes —dijo sin arrogancia el indio; señaló las estanterías de la botica. —Todos estos remedios de la ciencia están a tu disposición; en algún frasco debe de haber algo que te ayude a parar esa sangre.
Aquí incurrí en otra alevosía, qué diablos, pensé, mirando caer la sangre en el recipiente que había traído el boticario. De pronto un completo silencio, la sonrisa muy al fondo en la máscara impenetrable de los mestizos. Tomé de mi cartera cincuenta pesos y los puse delante del grupo como una parada en el juego de taba.
— A la mano del doctor —dije.
Cincuenta pesos eran una puesta decorosa entonces, los mestizos consideraron mi dinero, cambiando opiniones con los ojos, y el boticario que gruñó algo volviéndome la espalda. Finalmente, uno de los mirones puso un billete de veinte pesos al lado del mío, los otros completaron la postura.
— Hielo, tapones con agua oxigenada —pidió el médico, todavía bajo los efectos del whisky.
Mantuvo la cabeza del muchacho en posición erguida, el recipiente debajo del mentón, aguardando el resultado, sin éxito; la sangre se agolpó en la garganta.
— No es una hemorragia cualquiera —comentó con voz sin expresión uno de los mestizos, queriendo preanunciar la derrota del médico.
Agregué otros cincuenta pesos a la apuesta, mis amigos la elevaron a cien, los mestizos le opusieron el nervioso dinero destinado a las compras. Desalentadoramente, no fue tampoco de ninguna eficacia la acción de los hemostáticos administrados con ayuda del farmacéutico; la sangre seguía del lado de ellos. El callahuaya sentado en el suelo como si con él no fuera la cosa elegía de un verdoso montoncito las hojas de coca para llevárselas a los labios y dejaba caer otras ritualmente de lo alto sobre el lienzo extendido en las rodillas impasibles, y los mestizos que tomaban ahora la ofensiva con su indeseable peculio. En la voz nebulosa del médico cuando ordenaba otros recursos y preparados disipábanse con rapidez los vapores del alcohol y se veían las pequeñas, desesperadas gotitas de transpiración que yo miraba no sé por qué también con el color de la sangre a medida que, uno a uno, se acumulaban los fracasos sobre su frente y los botes de remedios en el mostrador de la farmacia.
— Hay que hacer algo, hay que hacer algo —dijo gratuitamente la voz asustada del boticario con el muchacho que empezó a gimotear la irreparable pérdida de su sangre, como si lo hecho por el médico no fuese nada, no fuese nada el médico allí mismo hace rato en mangas de camisa y los antebrazos desnudos, los mestizos accionando, pidiendo ya la confesión del fracaso, que terminara aquello, la codicia en los ojos y las manos inquietas por caer sobre el dinero.
Sin apuro se levantó entonces el callahuaya, sin apuro volvió del revés las lesivas hojas utilizadas antes, no otras hojas, las mismas que ahora eran de un verde confortante, para introducirlas en las copiosas narices sangrientas. Hubo unos momentos de expectación tirante, en que el silencio mismo parecía tirante, pero la sangre iba cediendo, la vimos ceder, replegarse, contenida por el secreto conjuro desprendido de las láminas vegetales incógnitas, y la hemorragia paró despacio, se detuvo finalmente.
Carmona mordía juntos el abatimiento y la humillación, los ojos perdidos en el indio restituido a su tarea de examinar con espacioso escrutinio las quebradizas hojas de coca que parecían, sin embargo, proveerle su fuerza. De pronto vi extraviarse el rostro de Carmona desfigurado, le vi dar dos pasos y aventar de un puntapié hojas y lienzo, gritando:
—¡ Basta de magia estúpida! ¡Lárgate ya!
Vi eso, vi obediente el indio recoger, ahora sí con prisa, sus efectos, trasluciendo en sus gestos decepción apenas, desconcierto.
— Es una pena, señor —dijo sin amargura y señalaba las hojas dispersadas como si fueran personas. —Estaban por revelarme algo... les has cortado la voz.
Se retiraba, no parecía tener interés en que escucharan que agregaba por lo bajo, casi para su propia reflexión:
— Sólo pude ver curiosamente que nuestras sangres aparecen juntadas.


No fue al doctor Carmona al que encontré en su consultorio, no fue su consultorio esa pieza en que había entrado el desorden, los estantes vacíos con libros en la alfombra, restos de comida o más bien platos sin tocar con ese aspecto de muerte que tienen las viandas enfriadas que no parecen de horas sino de años, las colillas sembradas de los cigarrillos que se consumen solos o se van tirando de cualquier modo y acusan el desprecio con que caen en los muebles o en el piso. No era Carmona esa botella de whisky a medio vaciar, esos cabellos revueltos, crecidos sobre los ojos de fiebre, el áspero silencio.
Me recorrió un estremecimiento placentero. He ahí el triunfador, me dije, pero luego me retracté, no soy tan vil después de todo. (Era la quinta vez que lo buscaba sin conseguir, hasta ahora, el privilegio de ser recibido en su fastuosa cueva de solterón; la segunda oí al fondo su voz que le gritaba a los sirvientes: No quiero ver a ningún imbécil.) He aquí a Carmona vencido, sin hablar, una hora sin hablar, yo sentado en la punta de una silla pensando en la capa de polvo adherida a mi pantalón, asqueado pero sin valor para levantarme, deseando oírle su amargura, hasta que dijo:
— Ya ve usted para lo que sirve la ciencia... tantos libros, la investigación de siglos, si nada sabemos... Si sé menos que un campesino analfabeto... Me he quemado las pestañas queriendo averiguar algo acerca de esas hojas: la botánica las ignora, la medicina está en blanco... ¡al diablo con los libros! Los eché al fuego todos, ardieron... Y eso es la sabiduría, pavesas.
Se sirvió una porción de la botella, que en seguida empujó hacía mí con un gesto de repulsa que lo abarcaba todo y que yo odié porque me sentí incluido en su náusea.
— Y el indio ése, riéndose... me lo imagino en los mercados, en las plazas, en las tabernas... haciendo escarnio de mi frustración... con perfecto derecho. La ciudad entera ríe a mi costa, ¿no la ha escuchado usted? Yo la escucho, la oigo celebrar la afrenta en una carcajada que resuena todo el tiempo en mi cerebro... El doctor Carmona... ¿por qué yo, por qué yo?... convertido en chivo emisario de un débito de la ciencia, un hiato como si dijéramos... Oh, mi cabeza va a estallar... ¡Y para esto sí que no sirve ninguna de tus hojas endemoniadas, indio maldito!... ¿Sabe usted que me persigue? Me lo encuentro por todos lados, y para colmo de burla se descubre: Buenos días, señor doctor, y en los ojos siempre una luz falsa e incierta, como si mirase desde el misterio...
Aquí agravé mi infamia, hice además posible la profecía. No lo disuadí de su enajenamiento, no hice nada por disipar su tiniebla. Hablé más bien de la azarosa realidad, de los sarcasmos que nos reserva la vida, pero imputándolo todo a un tercero imaginario, haciendo abstracción de su caso, ignorándolo. Pregunté si alguien podía imaginar, es un supuesto, aclaré imprimiendo vaguedad a mis palabras, la reputación de un hombre, una existencia brillante, su sosiego, en fin, abatidos de un solo golpe por un ser del montón, oscuro entre millones. Cualquiera está expuesto a esa eventualidad, usted, yo, yo sobre todo en mi condición de abogado, rábula, como usted suele bromear, porque nunca dejé de comprender que fueran bromas. ¿Lo concibió en sus momentos de odio por mi persona? Odio amistoso, por cierto, impaciencia diré, puesto que todos nos odiamos alguna vez, no me lo niegue, no es mi propósito insinuar otra cosa. Y le sugerí precaverse... nunca se sabe. No permitir que lo tomen desarmado, desprevenido, quiero decir, claro, no resignarse a caer tontamente, qué diablos.
Lo dejé con su barba de ocho días, su deterioro interno, la botella de whisky, los ojos cargados de sombra. Maduro. Pero antes de marcharme deslicé el revólver, subrepticiamente, en una esquina de la mesa.