(Fragmentos)
Acreció la actividad en Espíritu Santo. Por el tren
ordinario se vaciaron sobre el asiento minero, atraídos por la
demanda de brazos, las multitudes de los sin trabajo; la canchamina ofrecía
un aspecto de día de pago. Caras de forasteros, caras nuevas;
blancas, lustrosas, las caras delicadas de las gentes de la ciudad; caras
ennegrecidas por el viento crudo de la puna; caras de piel amarillosa
y sin salud, la piel del minero habituado a respirar el aire confinado
de los parajes; caras alegres, sonrientes, ingenuas de los novicios;
caras inexpresivas y tímidas de los campesinos indígenas,
que han abandonado sus collados; y predominando entre todas, el dibujo
precursor de la muerte: las caras de los afectados por el mal de mina.
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Ciertamente yo
no sé quienes estamos destinados a vivir, después,
más humillados: si los que no fuimos a la guerra o los que la
provocaron, los petroleros y sus agentes, los políticos, los bebedores
de sangre. |
De Sergio Benavente a Mauricio Santacruz: Recibi tus noticias
poco antes de someterme a la operación que,
al parecer, ha salvado mi vida. Tus palabras me acompañaron en
el curso de todo este período de delirios, de cuchilladas y cloroformo.
La persona que me las trajo prometió volver. ¿O es que
ha vuelto ya? Con ella te enviaré esta carta, que empiezo a escribir
con el cerebro todavía sumido en las tinieblas de la pesadilla.
Figúrate que no me acuerdo qué cara tiene; cuando vino
estaba yo como a la orilla de la tumba. Los médicos no me daban
importancia. Tuvieron que moverse esos resortes que siempre se mueven
en estos casos, que los parientes influyentes conocen, y que tienen la
virtud de conmover la humanidad de los doctores. Bien es cierto que mi
caso no era de los menos delicados: un proyectil alojado en las paredes
del estómago, creo que una de estas paredes perforada, y la herida
ulcerosa a causa del estreptococo; ¡no se! Los médicos atribuyen
el éxito de la intervención a mi fortaleza física,
pero yo pienso que es obra de esa voluntad de vivir, que de pronto nació en
mí, después de que me hirieron. Es curioso, querido Mauricio.
Durante los combates se le da la menor importancia a la vida: se anula,
en cierto modo, eso que hemos dado en llamar el instinto de conservación.
No es que se pierda el miedo a la muerte; esta es una frase que estampan
los periodistas que ven la guerra desde sus sillones de la retaguardia
y que nunca podrán tener ni la más remota idea de esta
sensación de ausencia, de insensibilidad, de vacío, que
el soldado padece delante de la muerte. Caen los compañeros al
lado de uno, se encogen, quedan quietos, y uno no comprende esa caída,
no la siente. Es un accidente; su cuerpo ha tropezado con una bala, una
de esas balas con las que uno puede también tropezar, mientras
corre, sin freno, por el despeñadero del asalto. Pero el combatiente,
si piensa algo es, sin fanfarronería, en esa frase fanfarrona
de Melgarejo: Todavía no se ha fundido la bala que ha de matarme.
Vive: centenares de proyectiles han cruzado cerca de su cabeza, han silbado
en su oído, y él vive; granadas han estallado junto a él;
la artillería cavaba embudos tan grandes como para ocultar un
regimiento. ¡El vive! Los aviones zumbaron sobre el hoyo de su
trinchera; el soldado se ha pegado como una raíz a un árbol,
inconscientemente, con la vista fija en las evoluciones de los pájaros
de acero, y ha visto abrirse la tierra y levantarse los árboles
con la cabellera de la raíz al aire, las hojas chamuscadas, y
la muerte en todo su organismo de verdura; junto con los brazos mutilados
de la naturaleza, brazos humanos, miembros sangrantes, jirones de uniforme,
todo entrevisto en medio de una niebla de humo de pólvora. ¡Y él
vive! ¿Cómo no ha de sentirse, pues, un poco por encima
de la muerte? Es arriesgado, ciego, acometedor; el olor de la sangre
y el de la chamusquina saturan su cerebro. Su piel es invulnerable, las
balas no la tocan. Y un día cualquiera, un día igual a
los demás, en que retumba el trueno sordo de la artillería
y el tableteo de las ametralladoras barre el pajonal y descabeza las
agujas de la maleza, siente un golpecito en el estómago. Trata
de seguir corriendo, pero cae; desliza su mano entre las ropas: allí hay
sangre; poca sangre, un escozor de quemadura, y, sin embargo, sus venas
parecen haberse vaciado; lo adormece una lasitud intensa. El combate
suena fragoroso en otra parte; el herido ya no le pertenece. Caído
allí es como un montoncito de tierra, como una planta; podría
morir entonces y no lo notaría él mismo; su muerte sería
como un sueño. Pero más tarde despierta, y es como si resucitara,
como si naciera otra vez, con más exigencias que un ser nuevo.
La sed abrasa su lengua, que tropieza con el paladar y es áspera
como un trozo de cuero; la fiebre golpea en sus sienes, y el dolor muerde
fieramente por la boca de la herida. Está solo; el silencio cae
a plomo como el sol, pero todo a su alrededor parece abandonado. Piensa
si él mismo está desamparado allí, a la orilla de
una isla, rodeado de muertos, o si todos los ejércitos que combatían
en esos campos malditos han perecido. Y su grito perfora el silencio;
su grito de bestia herida, de bestia que quiere vivir; su grito cargado
de todo ese miedo que sacude su organismo. Ese hombre que corría
entre las balas, ligero y desaprensivo, rozando las mandíbulas
de la muerte, es este mismo que ahora se estremece como una hoja. ¡Quiere
vivir! Su grito angustioso no es humano, y él mismo se infunde
espanto al escucharse. Suda copiosamente; se ha tumbado de costado y
se arrastra, desgarrándose las ropas, hipando, y con la lengua
colgante. Su alarido ha despertado otros alaridos, y ahora es un coro
de gargantas empavorecidas que lanzan un sonido animal, escalofriante,
lleno de ansias de vivir. Me preguntarás tú cómo es el Chaco. Y... casi no
sabría responderte. Yo mismo he escrito esta frase un tanto perplejo. ¿Qué clase
de tierra es ésta? Mi pluma se ha detenido un momento en busca
de una definición y es desoladora: el Chaco es un país
sin personalidad. ¿Selva? ¿Pajonal? ¿Desierto? Ninguno
de estos tres paisajes, y, sin embargo, tiene de todos sus componentes
particulares, pero como reducidos, desmañados, mezquinos. El Chaco,
al través de nuestra imaginación, que previamente ha sido
largo tiempo preparada por una educación que se afinca en la leyenda
y en el aderezado resplandor de los hachones históricos, por encima
de los discursos y los relatos sin precisión de las expediciones,
se modelaba, sobre todo, como una selva. Bella, bárbaramente seductora;
selva de novela o de tarjeta postal. Sólo en el primer combate el hombre es capaz de retroceder, de
quebrarse. Después lo gana la embriaguez de la sangre. Mi heroico comportamiento,
según se dijo, me valió una
licencia para someterme a una intervención quirúrgica en
La Paz, un privilegio que no todos alcanzan. Equivale, como comprenderás,
casi a tanto como devolverle su propia vida en una orden de comando.
La Paz, la capital, la retaguardia: la paz. Allí hay comodidades,
camas limpias, cirujanos con guantes de goma y mandiles impecables, enfermeras
de manos amables y suaves; y esa seguridad que da la ciencia cuando se
sabe que tiene a su alcance elementos y recursos. Debo confesarte que,
aunque no lo parezca, uno no piensa demasiado en la familia, a ratos
se la representa como un estorbo; claro que esto no es, quizá,
sino un brote más de egoísmo en su economía animal
agostada, que sabe, inconscientemente, que la tranquilidad es otro elemento
necesario para su defensa. Porque el egoísmo despierta también
ahora con toda su tremenda ferocidad. Desde el avión que ha de
conducirme a La Paz, y donde ya estaba cómodamente instalado,
yo veía llegar los nuevos contingentes de hombres sanos y fuertes,
y alejarse en seguida hacia donde la naturaleza y los hombres aniquilan
a los hombres, y yo amaba, por primera vez, mi herida y me complacía,
en cierto modo, en el dolor de la desgarradura. Y a propósito. En una carta tuya, creo que la primera que me
enviaste después de separarnos, me hablabas de un Pato Eysaguirre,
de nuestras correrías de infancia. Fermín Eysaguirre estuvo
en mi regimiento, la casualidad lo llevó allí. Era cabo,
y, como siempre, un desbocado. El cuartel era su ambiente y estaba dentro
del uniforme como si hubiera nacido con él puesto. Cosa curiosa:
no perdió su buen humor chacotero hasta el primer combate, los
primeros estampidos lo desmoralizaron... Su bautismo de fuego iba a ser
también bautismo de muerte. No cayó en medio de la refriega,
sino que se hirió él mismo en un brazo. Izquierdistas,
llaman en primera línea a los que así proceden, porque
ya es sabido que eligen siempre el brazo, la pierna o el pie izquierdos,
para volver contra ellos su propia arma; el Pato fue, pues, acusado de
izquierdista. Corrió el rumor de su fusilamiento. No le vi más.
(Otro que estuvo a punto de probar la misma suerte, fue Alfredo Berindoague,
aquel estudiante de Derecho que servía el matonaje del grupo nacional
universitario, ¿te acuerdas? Lo sorprendieron tomando unos polvos
de ipecacuana, con el objeto de sostener las apariencias de una supuesta
anafilaxia o algo así, con incontinencia y fuertes vómitos.)
Hay otros procedimientos; por ejemplo, el que se finge loco, demasiado
corriente y hasta desacreditado; pernoctar junto a los pantanos infectados
por los anofeles; estancar el agua en último caso, para criar
zancudos que fueran a picar a los palúdicos y a transmitirles,
después, a ellos el mal, mediante su flechazo inyectado de parásitos;
someterse a un severo régimen de conservas, desdeñando
los alimentos vitaminosos, para acarrear la disenteria o el escorbuto,
lo que, por supuesto, no resulta demasiado difícil en el Chaco;
provocarse una herida y dejarla abierta: allí depositan sus huevos
las moscas de la manigua y en pocas horas la infección prospera.
Otros muchos recursos a los que acude la imaginación desesperada
de los soldados en su afán de alcanzar su más ambicionado
anhelo: ser evacuados a las ciudades de retaguardia. Conozco el caso
de aquel que llegó a inyectarse la sangre de un compañero
atacado de malaria. Hace poco te hablé de mi primera noche en Villamontes y de mi
vigilia bajo las colas oscilantes de una población de ratas. Era
el primer choque fuerte del habitante de la ciudad, asignando a este
término la representación de todos esos hábitos
de una vida superior, limpieza, confort, seguridad, con un mundo que
comparten las alimañas, la mugre y los elementos violentos, un
mundo en toda su primitividad, y que siglos acumulados de civilización,
le han hecho olvidar hasta un punto que el hombre cree, honradamente,
no haberlo conocido jamás. Pero además de esta evidencia,
a cuyo contacto queda ya resquebrajada la moral de suyo frágil
del hombre ciudadano, hay la otra, la del clima y el paisaje, que la
hiere acerbamente. Es la primera contusión seria que padece el
que, desde ese instante, es ya un combatiente, tanto más grave
porque afecta no a su cuerpo sino a su espíritu. ¿Pero, escribo para tí esta carta? ¿Te llegará alguna vez? Debes perdonarme si me he dejado arrastrar por esta corriente de impresiones. Veo que ha subido nuevamente mi temperatura. Hallarás, probablemente, algo de mi fiebre en lo que escribo; explícate así su desorden. Muchas veces quise enviarte estas mismas líneas desde el Chaco; pero ahora veo que no habrían podido ser nunca las mismas. Otro pulso, otras extrañas energías mueven allí el fondo de nuestras almas. Como si dijéramos una vida de túnel, de termite, de alcantarilla, sólo que, además, furiosa y delirante. Recuerdo así que una noche, en medio de un fuego de hostigamiento, sonaron en las trincheras enemigas, a cincuenta metros de la nuestra, los bordoneos de una estudiantina. Una polka paraguaya, y de seguido un vals, un vals vienés cualquiera, lánguido y evocador. Sin acuerdo mutuo cesaron de martillar nuestros fusiles. La noche era clara y caía sobre los pajonales suavemente, resbalando por la luz de sus estrellas; detrás de nosotros se alzaban las islas de monte, con sus masas verdeobscuras, y por primera vez, sin amenazas, domesticadas, casi decorativas. La melodía corría por entre los pajonales como una brisa tibia, venida de muy atrás, de un mundo resplandeciente que fue alguna vez nuestro mundo y que ahora, hundido en el recuerdo, era una hermosa alegoría y nada más. Como sucede en el sueño, así rápida e intensamente, cruzó por la placa del cerebro, escena por escena, la vida de ese mundo, nuestra propia vida, soleada y tranquila, y en la que los episodios más menudos y que uno creía haber olvidado del todo, sepultados en los subfondos del inconsciente, se destacaban con poderosa luz, con la luz nueva, conmovedores y llenos de una remota poesía. Y por primera vez también nos examinamos mutuamente, sonrientes y un tanto asombrados: barba crecida y descuidada, ojos hundidos y en la mirada un brillo sin bondad, que hacían más esquinado la piel sucia y terrosa y el estrafalario revolar de los capotes desgarrados. Sin saber cómo nos hallamos fuera de la trinchera, sobre el pajonal; allí estaban también los paraguayos. Observábamos sus miradas escudriñadoras, aunque afables; nuestros ojos investigaban seguramente de igual modo. Estábamos casi extrañados de hallarnos frente a hombres iguales a nosotros. Les preguntamos si a ellos les sucedía lo mismo. Rieron regocijados. ¡La verdad purita! Parecían tan sucios y andrajosos como nosotros, quizá peor; algunos sin zapatos. Cambiamos provisiones: galletas, café, yerba mate, cigarrillos, charqui; cambiamos también algunos obsequios ”como recuerdo”: boquillas talladas en palosanto, detentes, lapiceras, o simplemente botones arrancados a las chaquetas. Cuando nos retiramos a nuestras respectivas posiciones, después de habernos abrazado con sincera simpatía, estábamos hondamente conmovidos. ¡Volvíamos a sentir al hombre moverse dentro de nosotros! Empezaron nuevamente a traquetear las ametralladoras, como con desgana; más tarde la artillería, con furia cada vez más creciente. Los bólidos de fuego cruzaban con sordo ruido los espacios y caían sobre la llanura como para rajar en dos pedazos el planeta; a lo lejos, entre las sombras, el monte ardía de cuando en cuando en súbitas llamaradas de estruendo, tal si las bocas ocultas de cien volcanes vomitasen lava ardiente sobre la selva. En medio del tableteo de las automáticas, la fusilería desplegaba sus cortinas de muerte, apuntando a la segura: sabe que donde se abre el fogonazo allí detrás está el objetivo. El suelo trepidaba debajo de los pies; la tierra rodaba, dando tumbos, por un despeñadero. Fue aquella una de las batallas más sangrientas a que me tocó asistir. A las cuatro de la mañana, poco antes del alba, recibimos orden de atacar a la bayoneta las trincheras enemigas; como turbión de exterminio, como avalancha erizada de dientes caníbales, horda demente y enceguecida, caíamos sobre sus posiciones. Alaridos, disparos a bocajarro, injurias, imploraciones, cuchillas ensangretadas hundiéndose una y diez veces en la carne desdichada, cuerpos que se contraen, brazos frenéticos que golpean con vigor redoblado, brazos que se abaten, gemidos, cuerpos blandos, carne que cruje al desgarrarse, ojos que revientan como globos en la punta de los machetes, chorros de sangre que saltan sobre el heridor y bañan sus ropas, manos que se aferran a los tobillos o a los faldones del capote, manos ya de muerto, y sabor de sangre, sabor de sangre caliente y que perdura por muchos días en la boca. El adversario se replegó derrotado. Ocupábamos ahora las trincheras desde donde la noche anterior nos habían ofrecido los paraguayos su serenata. Y he aquí que un soldado corre por el lodo enrojecido de la posición enarbolando una guitarra que ha ensartado medio a medio con la cuchilla de su fusil. No recuerdo, ahora, si en la sonrisa con que aplaudíamos su hazaña se disimulaba entonces una vaga desazón. Bien, querido; otra
vez quizá mi carta sea menos deprimente.
Ahora tenía que ser así; era inútil rebelarse contra
esta marea caudalosa que arrebataba los puntos de mi pluma; todavía
circula el Chaco en mi sangre para que hubiera podido evitarlo. ¿Quieres
saber que estuvo a visitarme Clara Eugenia? Hablamos largamente de ti.
De lo que me dijo haré materia para otra carta. Sin yo quererlo
quizá, esta que ahora te envío ha crecido sin ninguna consideración
y he dejado de hablarte de lo que más debiera. Te prometo una
urgente enmienda. Sergio Benavente. |
Al amanecer, los trabajadores se dirigen a la plaza, en busca del delegado
del gobierno, a quien desean someter sus peticiones, exponer sus quejas,
exhibir sus derechos... |