Aluvión de Fuego

(Fragmentos)

La mina
Mauricio Santa Cruz discute con el Coto sobre ser revolucionario
Furia de la Manigua
Muerte de Jacinta

 

La mina

Acreció la actividad en Espíritu Santo. Por el tren ordinario se vaciaron sobre el asiento minero, atraídos por la demanda de brazos, las multitudes de los sin trabajo; la canchamina ofrecía un aspecto de día de pago. Caras de forasteros, caras nuevas; blancas, lustrosas, las caras delicadas de las gentes de la ciudad; caras ennegrecidas por el viento crudo de la puna; caras de piel amarillosa y sin salud, la piel del minero habituado a respirar el aire confinado de los parajes; caras alegres, sonrientes, ingenuas de los novicios; caras inexpresivas y tímidas de los campesinos indígenas, que han abandonado sus collados; y predominando entre todas, el dibujo precursor de la muerte: las caras de los afectados por el mal de mina.
Pero una novedad legítima, dominaba, esta vez, el conjunto: los mutilados de guerra que venían, también, en busca de trabajo. Cojos, mal afirmados en las torpes muletas; cuerpos sin un brazo, o brazos sin una mano; desgraciados a quienes faltaba un ojo o la nariz o el pabellón de la oreja o una mitad de la cara; mandíbulas con el hueso al aire, sucio ya de tierra y como ahumado. Gestos goyescos de hombres jóvenes incompletos, pero con un resto de energía exigente en el organismo ultrajado.
¡ Trabajo! ¡Pan! ¡Trabajo!
Las contratas se firmaban sin ceremonia cuando se trataba de hombres normales, como decía Gandarias; pero cuando le tocaba el turno a un mutilado el trámite se modificaba levemente.
Gandarias sometía al postulante a un interrogatorio, mientras lo examinaba con ojo de arriero que elige una bestia en la feria.
—¿ Has trabajado antes en las minas?
— No, señor.
—¿ Y qué vas a hacer tú con un brazo de menos?
— Cualquier cosa, señor. Aunque sea de chivato.
Gandarias miraba al contador y hacía un gesto.
— Bien. A pallaquear, entonces. Pero ya sabrás que tu jornal es de cincuenta centavos.
— Sí, señor. Gracias, señor.
— Tu nombre.
— Eusebio Pirca, para servirle, señor.
El contador le entregaba una ficha, y hacía una seña al capataz.
—¡ Otro!
El capataz lo tomaba entonces por su cuenta:
—¿ Eres soltero?
— Sí.
— Sí, señor, para otra vez.
— Sí, señor.
— A formar en esa fila.
Allí estaban reunidos los solteros. Los casados formaban grupo aparte, a cargo de otro capataz.
Cuando se terminó con un buen lote de contratas, los capataces condujeron la gente al campamento. La vivienda de los solteros —el hotel, lo bautizaba la ironía criolla— era un barracón de calaminas situado en la ladera de una de las colinas próximas al ingenio. Afuera colgaban al sol prendas interiores recién lavadas. Asomaron cabezas de hombres malhumorados, ceñudos. Unos perros macilentos ladraron agresivamente a la caravana de recién llegados.
— Bueno; aquí quedan en su casa. Arréglense como puedan —aconsejó el capataz.
Los hombres buscaron un sitio en el suelo, y tendieron allí sus jergones; no había catres y algunas tarimas empotradas en uno de los costados del galpón estaban ya ocupadas por los privilegiados que llegaron antes. De los travesaños, pendían pollkos, atados de ropa vieja, sombreros, dos o tres guitarras, ollas de barro tiznadas por el humo. Un bazar de miseria, con ese ambiente grueso y mareante de las sentinas y los porqueros.
Las viviendas para los trabajadores con familia estaban divididas en dependencias angostas como cubiles de topos; unos pocos metros cuadrados donde debían hacinarse seis a ocho personas y que hacía de cocina, de alcoba y a veces de hospital.

 


 

Mauricio Santa Cruz discute con el Coto

sobre ser revolucionario

Ciertamente yo no sé quienes estamos destinados a vivir, después, más humillados: si los que no fuimos a la guerra o los que la provocaron, los petroleros y sus agentes, los políticos, los bebedores de sangre.
Doblaron por el recodo que conducía al cementerio.
—¿ Estuviste donde la Jacinta?
Mauricio farfulló de mala gana:
— Allí estuve.
— Temprano vas donde ella.
— No sólo eso, sino que he pasado allí la noche. ¿Y? ¿Qué hay con eso?
El Coto titubeó:
— Es que...
— Ya lo se, me lo has dicho otras veces: Jacinta no te inspira confianza. Yo no sé en qué se funda tu suspicacia; no te basta que esa mujer nos haya facilitado la huida de Oronuevo.
— Sí, sí... Ella o su hermana... no sé. Pero estos enredos de faldas no me gustan. Una escena de celos... el despecho o el cansancio, y esa mujer puede vendernos. Esta gente de farra es ladina y veleidosa.
— Por el momento estoy seguro de su cariño. ¿Te parece poco que hubiera abandonado Oronuevo...?
Mauricio no concluyó la frase: el Coto soslayaba la mirada con malicia.
—… Por ti, ¿verdad? ¡Ja, ja! No te hagas ilusiones, querido. Abandonaron Oronuevo, ella y su hermana, simplemente por conveniencia: para alejarse de la peligrosa vecindad de los indios y porque el negocio en las minas es ahora más provechoso. ¡Eso es todo... y tú, un accidente! Si no hubiera desterrado hace tiempo de mi conciencia la fe en las supercherías del embrujo, creería que Jacinta te tiene enkhenado. Hay que esperarlo todo de estas pájaras... Y tú... por supuesto, debo ser franco: procedes aún conforme a tu estructura pequeñoburguesa; concedes demasiada atención a tu vida íntima.
Mauricio se impacientó.
—¡ Deja tus imbecilidades! ¡Doblemos ya la hoja!
— Pues, creo que harías mejor en afrontar mi crítica.
Volvióse Mauricio hasta ponerse frente a su compañero; pestañeó entre sorprendido y alerta.
— Veamos —dijo—, ¿qué tienes que decirme?
— Lo dicho; que atiendes demasiado a tu vida íntima, lo que no es concebible en un hombre que ha resuelto entregarse en cuerpo y alma al servicio de los trabajadores, de la sociedad, de la humanidad, como tú quieras. ¡O con la causa que defiendes, o con los llamados de tu corazón sentimental!
— Me asiste la sospecha, querido Estanislao, de que tomas el rábano por las hojas. Estaría yo de acuerdo contigo si esa fuera la verdad, si evidentemente yo descuidara mis compromisos con la causa por atender a los reclamos de mi corazón corrompido por la sensiblería burguesa. Pero no es así; tú bien lo sabes. No soy un sentimental; por lo menos, creo haber dejado de serlo. Mi corazón, ahora, es sano; mis relaciones con Jacinta lo son también. Lo que tú temes, más bien, probablemente, es que esta muchacha me pierda para nuestras convicciones. Descuida, yo se lo que hago.
El Coto se encogía de hombros. Mauricio continuó:
— Y te repito: no tomes el rábano por las hojas. Vuelvo a descubrir en ti un radicalizado, un extremista; y no olvides que Lenin ha llamado a eso una enfermedad infantil. Para los ambiguos, para aquellos que tienen en su alma demasiado lastre de educación burguesa, probablemente la mujer es un alcohol demasiado fuerte, un tóxico más. El verdadero revolucionario no hace literatura de la mujer. La mujer es para él nada más, y nada menos, que un ser humano: una compañera.
—¿ Cualquiera mujer? ¿Aun la que has elegido ahora? —gruñó Estanislao.
— Sí; aunque lo pongas tú en duda. Lo importante es descubrir en ellas la fibra humana, y saberla pulsar. En ti se afirma el prejuicio pequeñoburgués al desconfiar a fardo cerrado de una mujer como Jacinta.
— Me atengo a mi instinto: eso es todo. Hay épocas, y la nuestra es de esas, que no permiten ni las más legítimas alegrías, que restringen lo humano en beneficio de sus objetivos. En fin, en cuanto a Jacinta —concluyó el Coto— quisiera estar equivocado... pero...
Caminaron un buen trecho como pisando sobre un silencio tirante.
Mauricio reflexionaba a media voz:
— La mujer... después de todo... ¡yo no se! ¿Cuándo sabe uno que todo lo que busca es sólo justificarse? Si yo fuera un obrero tal vez vería más claro; sólo lamento no poder arrancarme del todo este sello de lo que soy—. Y en seguida, sin transición—: ¿En qué estado están los trabajos?
Comprendió el Coto la dirección de la pregunta e hizo un gesto de desaliento.
— Casi lo mismo. Después de los doce hombres rescatados, y entre los que había ya dos muertos, no se ha podido salvar a ninguno más. Se sigue trabajando, pero la labor es lenta a causa del escaso personal cedido por la Empresa. ¿Crees que debemos plantear ahora mismo la huelga en el seno del comité? Así piensan Chuquimia y Catacora.
—¿ La huelga? Hum... Me parece prematuro. Tenemos gente nueva, recién llegada a las minas, y que puede neutralizar y aun hacer fracasar un paro. Además la tragedia todavía no ha colocado a la gente en un grado de tensión psicológica adecuado como para facilitar la lucha y sostenerla. Es cierto que tenemos un pliego de peticiones que expresa muy claramente los anhelos y las reivindicaciones actuales del minero de Espíritu Santo, y aun de la masa minera en general. Pero la masa carece en estos momentos de un impulso de lucha objetivo. Subjetivamente está casi anulada por la noticia del alza del estaño; cree en mejoras, se hace ilusiones...
—¿ Y qué ocasión más propicia que la tragedia del derrumbe? ¿No es un caso objetivo de la situación del trabajador, de los riesgos a que está sujeta su vida a cambio de un jornal de hambre?
Y Mauricio:
— Se ha salvado a diez hombres y la gente alimenta la seguridad de que el resto ha de ser también salvado. ¿Ves? Todavía este lamentable hecho no nos sirve. Es mi opinión, al menos...
Habían llegado a un rancho apartado de la población, detrás del cementerio, donde se escuchaban rasgueos de guitarra y risas al parecer alcoholizadas. Entraron. Pero las apariencias de farra sólo eran un camouflage de guerra para disimular una reunión de dirigentes obreros. Allí sesionaba el comité central de trabajadores de Espíritu Santo.

 


 

Furia de la manigua

De Sergio Benavente a Mauricio Santacruz:

Recibi tus noticias poco antes de someterme a la operación que, al parecer, ha salvado mi vida. Tus palabras me acompañaron en el curso de todo este período de delirios, de cuchilladas y cloroformo. La persona que me las trajo prometió volver. ¿O es que ha vuelto ya? Con ella te enviaré esta carta, que empiezo a escribir con el cerebro todavía sumido en las tinieblas de la pesadilla. Figúrate que no me acuerdo qué cara tiene; cuando vino estaba yo como a la orilla de la tumba. Los médicos no me daban importancia. Tuvieron que moverse esos resortes que siempre se mueven en estos casos, que los parientes influyentes conocen, y que tienen la virtud de conmover la humanidad de los doctores. Bien es cierto que mi caso no era de los menos delicados: un proyectil alojado en las paredes del estómago, creo que una de estas paredes perforada, y la herida ulcerosa a causa del estreptococo; ¡no se! Los médicos atribuyen el éxito de la intervención a mi fortaleza física, pero yo pienso que es obra de esa voluntad de vivir, que de pronto nació en mí, después de que me hirieron. Es curioso, querido Mauricio. Durante los combates se le da la menor importancia a la vida: se anula, en cierto modo, eso que hemos dado en llamar el instinto de conservación. No es que se pierda el miedo a la muerte; esta es una frase que estampan los periodistas que ven la guerra desde sus sillones de la retaguardia y que nunca podrán tener ni la más remota idea de esta sensación de ausencia, de insensibilidad, de vacío, que el soldado padece delante de la muerte. Caen los compañeros al lado de uno, se encogen, quedan quietos, y uno no comprende esa caída, no la siente. Es un accidente; su cuerpo ha tropezado con una bala, una de esas balas con las que uno puede también tropezar, mientras corre, sin freno, por el despeñadero del asalto. Pero el combatiente, si piensa algo es, sin fanfarronería, en esa frase fanfarrona de Melgarejo: Todavía no se ha fundido la bala que ha de matarme. Vive: centenares de proyectiles han cruzado cerca de su cabeza, han silbado en su oído, y él vive; granadas han estallado junto a él; la artillería cavaba embudos tan grandes como para ocultar un regimiento. ¡El vive! Los aviones zumbaron sobre el hoyo de su trinchera; el soldado se ha pegado como una raíz a un árbol, inconscientemente, con la vista fija en las evoluciones de los pájaros de acero, y ha visto abrirse la tierra y levantarse los árboles con la cabellera de la raíz al aire, las hojas chamuscadas, y la muerte en todo su organismo de verdura; junto con los brazos mutilados de la naturaleza, brazos humanos, miembros sangrantes, jirones de uniforme, todo entrevisto en medio de una niebla de humo de pólvora. ¡Y él vive! ¿Cómo no ha de sentirse, pues, un poco por encima de la muerte? Es arriesgado, ciego, acometedor; el olor de la sangre y el de la chamusquina saturan su cerebro. Su piel es invulnerable, las balas no la tocan. Y un día cualquiera, un día igual a los demás, en que retumba el trueno sordo de la artillería y el tableteo de las ametralladoras barre el pajonal y descabeza las agujas de la maleza, siente un golpecito en el estómago. Trata de seguir corriendo, pero cae; desliza su mano entre las ropas: allí hay sangre; poca sangre, un escozor de quemadura, y, sin embargo, sus venas parecen haberse vaciado; lo adormece una lasitud intensa. El combate suena fragoroso en otra parte; el herido ya no le pertenece. Caído allí es como un montoncito de tierra, como una planta; podría morir entonces y no lo notaría él mismo; su muerte sería como un sueño. Pero más tarde despierta, y es como si resucitara, como si naciera otra vez, con más exigencias que un ser nuevo. La sed abrasa su lengua, que tropieza con el paladar y es áspera como un trozo de cuero; la fiebre golpea en sus sienes, y el dolor muerde fieramente por la boca de la herida. Está solo; el silencio cae a plomo como el sol, pero todo a su alrededor parece abandonado. Piensa si él mismo está desamparado allí, a la orilla de una isla, rodeado de muertos, o si todos los ejércitos que combatían en esos campos malditos han perecido. Y su grito perfora el silencio; su grito de bestia herida, de bestia que quiere vivir; su grito cargado de todo ese miedo que sacude su organismo. Ese hombre que corría entre las balas, ligero y desaprensivo, rozando las mandíbulas de la muerte, es este mismo que ahora se estremece como una hoja. ¡Quiere vivir! Su grito angustioso no es humano, y él mismo se infunde espanto al escucharse. Suda copiosamente; se ha tumbado de costado y se arrastra, desgarrándose las ropas, hipando, y con la lengua colgante. Su alarido ha despertado otros alaridos, y ahora es un coro de gargantas empavorecidas que lanzan un sonido animal, escalofriante, lleno de ansias de vivir.
Pero no pienses que esto termina con el auxilio de los camilleros: ni con la asistencia del médico de campaña, que suele hundir el escalpelo, sucesivamente en las carnes de varias docenas de soldados, sin tener siquiera el tiempo necesario para desinfectarlo. No; ese reclamo de vida se agita ya, sordo y persistente, en la sangre del soldado, golpea en cada uno de sus latidos; no ha de abandonarlo más, clavados sus dientecillos en el cerebro del herido.

Me preguntarás tú cómo es el Chaco. Y... casi no sabría responderte. Yo mismo he escrito esta frase un tanto perplejo. ¿Qué clase de tierra es ésta? Mi pluma se ha detenido un momento en busca de una definición y es desoladora: el Chaco es un país sin personalidad. ¿Selva? ¿Pajonal? ¿Desierto? Ninguno de estos tres paisajes, y, sin embargo, tiene de todos sus componentes particulares, pero como reducidos, desmañados, mezquinos. El Chaco, al través de nuestra imaginación, que previamente ha sido largo tiempo preparada por una educación que se afinca en la leyenda y en el aderezado resplandor de los hachones históricos, por encima de los discursos y los relatos sin precisión de las expediciones, se modelaba, sobre todo, como una selva. Bella, bárbaramente seductora; selva de novela o de tarjeta postal.
Pero se llega al Chaco, a su corazón sin lumbre, y se tiene la impresión de no haber llegado; se combate y se muere allí mismo, bajo su cielo inflamado, o sucio y como de lavaza, y se cree estar rondando aún la periferia, una zona nociva y deslucida. Pero, ése es el Chaco; no hay otro.
Una arbolería rala, deslavada, como enferma, sumergida en la maleza hostil; guarnecidas por esta maleza, que multiplica en variedad sin término las púas agresivas de sus espinos, acechan las alimañas: víboras venenosas de lenguas rojas y negras, serpientes cascabel, tarántulas, escorpiones, lagartos… Cede esta masa, un trecho, y es para dar oportunidad a las fajas amarillosas de los pajonales, resecos en el invierno, y fangosos y traicioneros en el tórrido verano; o a los arenales extensos y ásperos como la sed, que es la única planta trágica que en ellos prospera.
¿ Cuántos saben que, debajo de esta tierra desagradable, un océano negro y aceitoso duerme sin olas y sin peces? El petróleo. Pero, como el otro, el de aguas salobres y trajinadas, este mar inédito y subterráneo es también tormentoso, voraz, insaciable; lo mismo exige galeotes y devora pueblos. ¡Cuántas veces he pensado en la triste comedia de esta guerra colonial; en los hilos que mueven los brazos de marionetas de los hombres ridículos que llamamos gobiernos, en las fuerzas imperialistas que extienden esos hilos hasta el gatillo de nuestros fusiles y disparan cuando nosotros no queríamos hacerlo!
No el fusil, sino la herramienta, es lo primero que se empuña para entrar en esta guerra. El enemigo está ahí, en esa masa que se le opone; y empieza el combate, sin heroísmos y sin ruido, sin lumbraradas; un combate de peones. No son ejércitos los que aquí pican la maleza, talan los árboles, desguarnecen el terreno, abren picadas, trazan rutas, le perforan su compacta condición al matorral; no son soldados. Agachados sobre la tierra; mordiendo voraces, pero también humildes la verdura que atacan; sin armas ni atuendo guerrero, semejan más bien parias, modestas hormigas de un trabajo infecundo y sin provecho.
Y así, dificultosamente, se abren ellos mismos el camino que ha de conducirlos a la muerte.

Sólo en el primer combate el hombre es capaz de retroceder, de quebrarse. Después lo gana la embriaguez de la sangre.
Yo salí de La Paz seis meses después que tú. El entusiasmo de las despedidas había descendido: ni bandas militares ni grupos de señoritas con detentes y papel picado. Salimos a las ocho en medio de un silencio muy poco estimulante. El viaje, tú lo conoces. Primero el Altiplano, tan ancho como triste; aquel día, lluvioso y desolado. En el tren, los soldados se esforzaban por espantar la nostalgia, queriendo aparecer despreocupados y alegres. Canciones, risas sin objeto y siempre en carcajadas; imprecaciones, vivas, zambra ruidosa. Alboroto en una ebriedad sin alcohol, que no es el alboroto del alma. Su algazara era más bien triste. En Oruro nos detuvimos apenas. Bajo el sol incierto mordía el frío del atardecer los arenales de la pampa. Entramos en Uyuni con aguacero de tormenta —relámpagos y truenos— y las cortinas de la lluvia escoltaron el convoy militar hasta cerca de Atocha. Cambia el paisaje y se insinúa ya el clima de los valles tarijeños. Luego Tupiza, más tarde Villazón. Allí dejamos el tren y nos instalamos en los camiones que nos condujeron a Villamontes, por Tarija. El paisaje es nuevo para el habitante de la puna, cuya sensibilidad despierta a cada contacto con ese clima denso, incómodo, que humedece la piel y da al corazón, habituado a la marcha trabajosa de las alturas, un reposo que desconoce. La selva está detrás y sopla su bocanada caliente sobre las poblaciones asiladas en los últimos contrafuertes andinos. En Villamontes, los cuarteles no daban abasto para la tropa, de modo que a mí me destinaron, junto con otro contingente, a un pahuichi, una construcción rústica de troncos de jacarandá o algarrobo. Aquella noche llegué a mi alojamiento después del rancho, dispuesto a descansar; estaba fatigado, y más que fatigado, abatido. Los soldados, entretanto, los que salían de la hirviente marisma, con la muerte apretada en el corazón y los labios untados de sangre, y los que entraban al infierno, se lanzaban, confundidos, a apagar su fiebre en las casas blancas, en los círculos del alcohol y en los alcoholes de la carne mercenaria, que les abre sus brazos desfallecientes, quizá por última vez. Me tumbé, pues, sin desnudarme, sobre una colchoneta, pero súbitamente salté como un resorte, dando un grito involuntario. En los travesaños del techo, acurrucados sobre las vigas como loros, meciendo las colas en el aire, dormitaba una nidada de ratas, que se me antojaron tan grandes como corderos. Los soldados, a quienes habíamos hallado ya instalados en el pahuichi, reían indiferentes, pero se opusieron en masa cuando traté de espantar a las asquerosas alimañas. Entonces eché de ver que también los rincones de la vivienda estaban habitados por otros inmundos pobladores: unas arañas peludas y barrigonas con patas altas y quebradas. Yo estaba horrorizado, y los nervios del simpático me dolían de la tensión. Mis compañeros me daban unas explicaciones que no entendía muy bien: la incómoda fauna constituía algo así como la policía higiénica del recinto, organizada contra los mosquitos y otra suerte de bichos venenosos. —¡Cómo se ve que es usté novicio!— concluían sonriendo con cierta protección. Disimulé mi repugnancia, pero aquella noche no dormí. Fue mi primera noche de perros de la campaña; después he pasado muchas, pero muy distintas. Había tolerado los piojos, durmiendo sobre colchonetas pringosas y sudadas; había acostumbrado mi olfato a los malos olores, entre gentes sin el hábito del baño y con los pies apestando a cadaverina; había puesto mi piel en contacto con prendas sucias y ya utilizadas por otros soldados enfermos. Pero aquellas ratas encima de mi cabeza, y su olor vagamente almizcloso penetrando hasta la raíz de mi cerebro, fueron una terrible prueba para mí. ¡Unas ratas inofensivas! Cómo me río, ahora. Después las he visto correr debajo de mis piernas, familiarizadas como gozquecillos con la hora de mis comidas.
Pero la resistencia de los sentidos no es más larga que la de los hábitos espirituales. Gradualmente, se olvidan, una a una, todas las adquisiciones de la civilización y la higiene. Primero las camisas limpias, más tarde, los calcetines, los pañuelos; y después, insensiblemente, el hábito de afeitarse, de lavarse los dientes, de las abluciones matinales, de recortarse las uñas, de trinchar los alimentos. ¿Para qué todo eso? Bah... La educación, el refinamiento. Eso está bueno para los salones, para los comedores iluminados de las ciudades, para la vida confortable. Aquí no hace falta. El mejor día viene una bala y se lleva todo al diablo. Y a la muerte no le interesan demasiado las buenas maneras.
Esta vecindad de la muerte es la que rebaja al hombre. Lo hunde, paulatina, pero rápidamente, en la abyección más degradante.
En el primer combate, es todavía el hombre civilizado el que se resiste. Es el hombre de la ciudad, cortés, afeitado, sonriente, cultísimo, que juega golf, baila, sigue los progresos de la ciencia y discute la política europea, el que tiembla con la proximidad de la batalla y siente que el fusil le quema las manos. Suenan los primeros disparos; la tormenta está encima. Volcanes que él no ha visto, eructan en la noche mangas de fuego. Truena la artillería, estallan los stokes; la fusilería y las ametralladoras escupen ruidosamente su mortífera carga. Cuerpos humanos saltan a su lado, como marionetas, y quedan inertes; miembros mutilados, muñones sanguinolentos, cabezas que han sido separadas del tronco por una ráfaga de ametralladora, caen aquí y allá, vuelan nuevamente en el aire al estallido de una granada que abre el vientre de la tierra; árboles se tumban con pesado estrépito, calcinados por los obuses. El pobre hombre no se pertenece; de sus manos cuelga inútil su instrumento de muerte. El tableteo de las ametralladoras suena en la caja de su cerebro, los quejidos, los gritos, el silbido de los shrapnells, el rezongar de los cañones, todo el estruendo de la batalla se desarrolla allí dentro, en el estrecho escenario de su alma. ¡Qué animal minúsculo y cobarde es él, entonces! Pegado a la tierra, sobrecogido por el espanto, se siente de pronto desamparado, instalado frente a lo negro de lo desconocido, indefenso. Un impulso violento lo arroja a la encrucijada en que se baten las espadas de todos los vientos, donde corrientes sin dirección azotan los costados del alma, y el ser, desquiciado, perplejo, inerme, gira sobre su delirio. Ningún arrebato es posible entonces, ningún empujón capaz de sustraerlo a esa caída. La parte iluminada del alma se desmorona, rudas jaurías de incertidumbre acometen a la razón. Y entonces aparece su pobre caos, su interior informe, su desbarajuste elemental. No se trata ya de una introspección, de un llamado más o menos acucioso a la conciencia, sino que es la misma conciencia que amenaza quebrar su geometría y deja al aire el esqueleto miserable que apenas cubrían falsas apariencias, el barniz de la cultura, la mecánica de la rutina. En el fondo, muy en el fondo de sí mismo, puede adivinar al hombre abstracto, emergiendo de su inmundo lodo, anunciando una vida que no alcanzó él jamás a sospechar; gusano aún, pero lleno de verdadera luz, y al lado de cuyas calientes formas, las suyas, las de todos aquellos que se exterminan junto a él, aparecen tristemente congeladas... Es el último fogonazo de magnesio que atraviesa la noche de su espíritu doblado y sin gobierno. Suenan disparos aislados; algunas gargantas se desgarran en un gemido. Su alma empavorecida se estira ahora como saliendo al sol; pero no podrá ya jamás dejar de agazaparse. No ha sucedido nada hasta el próximo combate. Y para entonces la fiera tiene colmillos nuevos. El fusil ya apunta y se fija sobre una mira. Ahora sabe que allí se mueve el enemigo.

Mi heroico comportamiento, según se dijo, me valió una licencia para someterme a una intervención quirúrgica en La Paz, un privilegio que no todos alcanzan. Equivale, como comprenderás, casi a tanto como devolverle su propia vida en una orden de comando. La Paz, la capital, la retaguardia: la paz. Allí hay comodidades, camas limpias, cirujanos con guantes de goma y mandiles impecables, enfermeras de manos amables y suaves; y esa seguridad que da la ciencia cuando se sabe que tiene a su alcance elementos y recursos. Debo confesarte que, aunque no lo parezca, uno no piensa demasiado en la familia, a ratos se la representa como un estorbo; claro que esto no es, quizá, sino un brote más de egoísmo en su economía animal agostada, que sabe, inconscientemente, que la tranquilidad es otro elemento necesario para su defensa. Porque el egoísmo despierta también ahora con toda su tremenda ferocidad. Desde el avión que ha de conducirme a La Paz, y donde ya estaba cómodamente instalado, yo veía llegar los nuevos contingentes de hombres sanos y fuertes, y alejarse en seguida hacia donde la naturaleza y los hombres aniquilan a los hombres, y yo amaba, por primera vez, mi herida y me complacía, en cierto modo, en el dolor de la desgarradura.
Los diarios, ya lo has visto, me dedicaron columnas encendidas de loas. ¿Para qué me sirve esta gloria? En el fondo, yo me avergüenzo de ella. ¿Qué hice para merecerla? Sinceramente, no lo se. He matado tal vez, he matado hombres, y aunque te parezca ridículo, me estremezco al recordarlo. Quiero suponer que todo esto no ha sucedido. Y esta gloria me incomoda; me queman sus elogios. Cuando vienen a verme sobre mi cama de hospital todas esas señoritas ociosas que forman en las instituciones patrióticas, me finjo profundamente dormido, o débil y fatigado, y si no puedo evitarlo las escucho con encono, con unas tremendas ganas de echarlas a puntapiés. ¡Qué salvaje! Ellas me miran asustadas y compasivas. ¡Pobre muchacho! El Chaco los trastorna, los cambia, dicen. Mi primo Fulano, por ejemplo, ha llegado que no es el mismo: ¡inconocible! ¡El, que era tan divertido, ustedes lo saben!
¿ Es que vuelvo a ser aquel escéptico de hace dos o tres años? El mismo, tal vez no. Mi escepticismo de entonces era, si puede decirse, fresco, liviano, impulsivo. Me he quedado mirando muchas veces las caras de los soldados convalecientes o ya convalecidos, y he observado una luz nueva en sus ojos. Qué cosa es, no sabría explicarlo; pero también sus palabras son más escasas y parece que el soldado se las guardara para mejor ocasión. Triste destino el de la generación nuestra. Y es que ahora hay pólvora en nuestro aliento, querido Mauricio. Yo la siento. Mi boca está impregnada de ese sabor secante y azufroso. Una generación con más muertos que sobrevivientes, y éstos con esos muertos pesándoles; con todos esos destinos truncados a cuestas.

Y a propósito. En una carta tuya, creo que la primera que me enviaste después de separarnos, me hablabas de un Pato Eysaguirre, de nuestras correrías de infancia. Fermín Eysaguirre estuvo en mi regimiento, la casualidad lo llevó allí. Era cabo, y, como siempre, un desbocado. El cuartel era su ambiente y estaba dentro del uniforme como si hubiera nacido con él puesto. Cosa curiosa: no perdió su buen humor chacotero hasta el primer combate, los primeros estampidos lo desmoralizaron... Su bautismo de fuego iba a ser también bautismo de muerte. No cayó en medio de la refriega, sino que se hirió él mismo en un brazo. Izquierdistas, llaman en primera línea a los que así proceden, porque ya es sabido que eligen siempre el brazo, la pierna o el pie izquierdos, para volver contra ellos su propia arma; el Pato fue, pues, acusado de izquierdista. Corrió el rumor de su fusilamiento. No le vi más. (Otro que estuvo a punto de probar la misma suerte, fue Alfredo Berindoague, aquel estudiante de Derecho que servía el matonaje del grupo nacional universitario, ¿te acuerdas? Lo sorprendieron tomando unos polvos de ipecacuana, con el objeto de sostener las apariencias de una supuesta anafilaxia o algo así, con incontinencia y fuertes vómitos.) Hay otros procedimientos; por ejemplo, el que se finge loco, demasiado corriente y hasta desacreditado; pernoctar junto a los pantanos infectados por los anofeles; estancar el agua en último caso, para criar zancudos que fueran a picar a los palúdicos y a transmitirles, después, a ellos el mal, mediante su flechazo inyectado de parásitos; someterse a un severo régimen de conservas, desdeñando los alimentos vitaminosos, para acarrear la disenteria o el escorbuto, lo que, por supuesto, no resulta demasiado difícil en el Chaco; provocarse una herida y dejarla abierta: allí depositan sus huevos las moscas de la manigua y en pocas horas la infección prospera. Otros muchos recursos a los que acude la imaginación desesperada de los soldados en su afán de alcanzar su más ambicionado anhelo: ser evacuados a las ciudades de retaguardia. Conozco el caso de aquel que llegó a inyectarse la sangre de un compañero atacado de malaria.
¿ Cobardía? ¿Temor a la muerte, de la que tratan de huir por los mismos caminos a que ella conducen? Hum... Fatiga, más bien. Terror a la monotonía, a los corrosivos del aburrimiento, y que hacen desear ardientemente la batalla, la lucha cuerpo a cuerpo, la carnicería feroz y cavernícola. ¿Hay algo más espantoso, hay condena más refinada y dura que esa vida de la trinchera? Un espacio reducido debajo de la tierra, con el agua hasta las rodillas, a veces hasta la cintura; límite para el cuerpo, que se da de topetones contra los muros, como el murciélago apresado en una alcantarilla; límite para los ojos fatigados de no ver el campo, los horizontes, y con un cielo encima, que llega a pesar como una losa; límite para el espíritu que la prisión angosta parece haber amoldado a sus dimensiones. El hombre se educa, así, en la acechanza; y sus músculos no desean otra cosa que saltar afuera, arma al brazo, mordiendo un deseo ciego de matar, de hundir una y otra vez la cuchilla de la bayoneta como la fiera enceguecida hunde en su víctima la garra; de aspirar el tibio aroma de la sangre como un perfume bárbaro y capitoso.

Hace poco te hablé de mi primera noche en Villamontes y de mi vigilia bajo las colas oscilantes de una población de ratas. Era el primer choque fuerte del habitante de la ciudad, asignando a este término la representación de todos esos hábitos de una vida superior, limpieza, confort, seguridad, con un mundo que comparten las alimañas, la mugre y los elementos violentos, un mundo en toda su primitividad, y que siglos acumulados de civilización, le han hecho olvidar hasta un punto que el hombre cree, honradamente, no haberlo conocido jamás. Pero además de esta evidencia, a cuyo contacto queda ya resquebrajada la moral de suyo frágil del hombre ciudadano, hay la otra, la del clima y el paisaje, que la hiere acerbamente. Es la primera contusión seria que padece el que, desde ese instante, es ya un combatiente, tanto más grave porque afecta no a su cuerpo sino a su espíritu.
La naturaleza se abre aquí bárbara e intacta. Y el soplo de la selva, de esa entidad desconocida y siniestra, penetra en el espíritu atribulado del habitante de las mesetas y de los espacios desguarnecidos y lo estremece. Con todas sus armas y sus fuerzas inteligentes, el hombre se siente aquí pequeño, aplastado e indefenso. Poderes desconocidos para él lo acechan desde la manigua. Nubes de mosquitos zumban, renovados, en torno a su cabeza; los de la mañana no son los del atardecer; aprende a reconocerlos por el estrago de su lancetazo. Aprende también a imponer una tiranía a sus necesidades fisiológicas, de acuerdo con las costumbres de los voraces enjambres, cuyas horas de migración ya percibe. Es curioso, así, ver al soldado, en determinados momentos del día, con las posaderas metidas dentro de una lata gasolinera, o cubierto con unas polleras de mujer, que uno no sabe de dónde han podido venir. No es más fácil, en cambio, adaptarse a las variaciones violentas y súbitas del clima, al pesado calor que aniquila toda acción y lame el cerebro con lengua de fuego durante el día; al surazo nocturno, húmedo, trasminante y contra el que no vale ningún abrigo. Y es frecuente encontrarse con soldados muertos, enterrados hasta el cuello en la arena, a la que fueron a pedir calor; a veces unas paletadas más de arena para cubrir la cabeza, bastan a su inhumación; por toda cruz, un cacto. La naturaleza de la selva es opresora. Su vigorosa podredumbre penetra en la voluntad y la enferma; en el vaho calcinante de esta vida lujuriosa, intensa, ardiente, el hombre y su energía se cuecen como en una hornalla. Ceden sus resortes, oprimidos entre los quebrachales como en una prensa; su mirada se enreda en los tuscales lo mismo que una serpentina sin objeto; por todos lados la maraña, el límite, el encierro.
Uno se extraña, leyendo las cifras que dan los periódicos de la desproporción entre el número de prisioneros bolivianos y paraguayos. Y la respuesta no es otra. El porcentaje de indios, en esa cifra, es además abrumador. Y es que primero el clima, el paisaje, la naturaleza; luego su incomprensión de la causa que defiende, determinan su entrega. No a las balas, sino a la selva, a sus tarántulas, a sus arañas peludas y voladoras, a sus escorpiones, a sus víboras, a sus insectos, a sus alimañas, al canto nocturno del guajojó, a su humedad peligrosa como una fiebre, a sus poderes infernales, es que el indio se rinde. “¡No tatituy!” Alza los brazos, deja caer el fusil. El paraguayo no comprende. ¡KoIla cobarde, pué!

¿Pero, escribo para tí esta carta? ¿Te llegará alguna vez? Debes perdonarme si me he dejado arrastrar por esta corriente de impresiones. Veo que ha subido nuevamente mi temperatura. Hallarás, probablemente, algo de mi fiebre en lo que escribo; explícate así su desorden. Muchas veces quise enviarte estas mismas líneas desde el Chaco; pero ahora veo que no habrían podido ser nunca las mismas. Otro pulso, otras extrañas energías mueven allí el fondo de nuestras almas. Como si dijéramos una vida de túnel, de termite, de alcantarilla, sólo que, además, furiosa y delirante. Recuerdo así que una noche, en medio de un fuego de hostigamiento, sonaron en las trincheras enemigas, a cincuenta metros de la nuestra, los bordoneos de una estudiantina. Una polka paraguaya, y de seguido un vals, un vals vienés cualquiera, lánguido y evocador. Sin acuerdo mutuo cesaron de martillar nuestros fusiles. La noche era clara y caía sobre los pajonales suavemente, resbalando por la luz de sus estrellas; detrás de nosotros se alzaban las islas de monte, con sus masas verdeobscuras, y por primera vez, sin amenazas, domesticadas, casi decorativas. La melodía corría por entre los pajonales como una brisa tibia, venida de muy atrás, de un mundo resplandeciente que fue alguna vez nuestro mundo y que ahora, hundido en el recuerdo, era una hermosa alegoría y nada más. Como sucede en el sueño, así rápida e intensamente, cruzó por la placa del cerebro, escena por escena, la vida de ese mundo, nuestra propia vida, soleada y tranquila, y en la que los episodios más menudos y que uno creía haber olvidado del todo, sepultados en los subfondos del inconsciente, se destacaban con poderosa luz, con la luz nueva, conmovedores y llenos de una remota poesía. Y por primera vez también nos examinamos mutuamente, sonrientes y un tanto asombrados: barba crecida y descuidada, ojos hundidos y en la mirada un brillo sin bondad, que hacían más esquinado la piel sucia y terrosa y el estrafalario revolar de los capotes desgarrados. Sin saber cómo nos hallamos fuera de la trinchera, sobre el pajonal; allí estaban también los paraguayos. Observábamos sus miradas escudriñadoras, aunque afables; nuestros ojos investigaban seguramente de igual modo. Estábamos casi extrañados de hallarnos frente a hombres iguales a nosotros. Les preguntamos si a ellos les sucedía lo mismo. Rieron regocijados. ¡La verdad purita! Parecían tan sucios y andrajosos como nosotros, quizá peor; algunos sin zapatos. Cambiamos provisiones: galletas, café, yerba mate, cigarrillos, charqui; cambiamos también algunos obsequios ”como recuerdo”: boquillas talladas en palosanto, detentes, lapiceras, o simplemente botones arrancados a las chaquetas. Cuando nos retiramos a nuestras respectivas posiciones, después de habernos abrazado con sincera simpatía, estábamos hondamente conmovidos. ¡Volvíamos a sentir al hombre moverse dentro de nosotros! Empezaron nuevamente a traquetear las ametralladoras, como con desgana; más tarde la artillería, con furia cada vez más creciente. Los bólidos de fuego cruzaban con sordo ruido los espacios y caían sobre la llanura como para rajar en dos pedazos el planeta; a lo lejos, entre las sombras, el monte ardía de cuando en cuando en súbitas llamaradas de estruendo, tal si las bocas ocultas de cien volcanes vomitasen lava ardiente sobre la selva. En medio del tableteo de las automáticas, la fusilería desplegaba sus cortinas de muerte, apuntando a la segura: sabe que donde se abre el fogonazo allí detrás está el objetivo. El suelo trepidaba debajo de los pies; la tierra rodaba, dando tumbos, por un despeñadero. Fue aquella una de las batallas más sangrientas a que me tocó asistir. A las cuatro de la mañana, poco antes del alba, recibimos orden de atacar a la bayoneta las trincheras enemigas; como turbión de exterminio, como avalancha erizada de dientes caníbales, horda demente y enceguecida, caíamos sobre sus posiciones. Alaridos, disparos a bocajarro, injurias, imploraciones, cuchillas ensangretadas hundiéndose una y diez veces en la carne desdichada, cuerpos que se contraen, brazos frenéticos que golpean con vigor redoblado, brazos que se abaten, gemidos, cuerpos blandos, carne que cruje al desgarrarse, ojos que revientan como globos en la punta de los machetes, chorros de sangre que saltan sobre el heridor y bañan sus ropas, manos que se aferran a los tobillos o a los faldones del capote, manos ya de muerto, y sabor de sangre, sabor de sangre caliente y que perdura por muchos días en la boca. El adversario se replegó derrotado. Ocupábamos ahora las trincheras desde donde la noche anterior nos habían ofrecido los paraguayos su serenata. Y he aquí que un soldado corre por el lodo enrojecido de la posición enarbolando una guitarra que ha ensartado medio a medio con la cuchilla de su fusil. No recuerdo, ahora, si en la sonrisa con que aplaudíamos su hazaña se disimulaba entonces una vaga desazón.

Bien, querido; otra vez quizá mi carta sea menos deprimente. Ahora tenía que ser así; era inútil rebelarse contra esta marea caudalosa que arrebataba los puntos de mi pluma; todavía circula el Chaco en mi sangre para que hubiera podido evitarlo. ¿Quieres saber que estuvo a visitarme Clara Eugenia? Hablamos largamente de ti. De lo que me dijo haré materia para otra carta. Sin yo quererlo quizá, esta que ahora te envío ha crecido sin ninguna consideración y he dejado de hablarte de lo que más debiera. Te prometo una urgente enmienda.
Un abrazo largo y adicto de tu amigo.

Sergio Benavente.

 


 

Muerte de Jacinta

Al amanecer, los trabajadores se dirigen a la plaza, en busca del delegado del gobierno, a quien desean someter sus peticiones, exponer sus quejas, exhibir sus derechos...
Negrea la compacta muchedumbre; las mujeres serias y resueltas; los hombres, desaprensivos. Tranquilo el sol asoma sus codos luminosos por encima de los picachos de Espíritu Santo; sonríe.
Detrás de las ventanas de la prefectura, el inspector Aldazosa y el intendente Limari sienten el rumor de la multitud que se acerca, luego la ven reventar por las bocacalles y derramarse en la plaza.
—¿ Qué es eso colorado que traen al medio?
— Es una bandera. Vienen en son de desafío.
—¿ Bandera? No, señor; yo se lo he prohibido...
— Parece un disfrazado...
Risueña, segura, Jacinta avanza delante de la manifestación; vestida enteramente de rojo, llamea, en efecto, como una alegre bandera.
Los soldados echan una rodilla a tierra. Apuntan las carabinas. La multitud se detiene desconcertada. Alguien agita las manos, avanzando; los demás retroceden. Una descarga cerrada retumba ruidosamente, y, en medio de la plaza, Jacinta se derriba como una gran mancha de sangre.