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3   HERMENEGILDO FERNANDEZ

(de Vidas y muertes)

 

La cosa es que Hermenegildo Fernández no podía vivir sin los picantes y probablemente, ésa fue la causa de su muerte.

Y la de su madre también, pues ésta preparaba los más espléndidos picantes que jamás se hayan conocido en La Paz.

En el hospital y con un pie en el sepulcro, desahuciado por los médicos y con el hígado hecho pedazos,

Hermenegildo Fernández devoraba como loco los platazos de picantes que su madre le enviaba.

En la calle Canónigo Ayllón tenía su casa, con tres patios, cuarenta cuartos, nueve tiendas y cinco garajes,

y allí se armaban comilonas de padre y señor mío, que duraban tres y hasta cuatro días, con motivo del cumpleaños de la madre o del hijo;

o con motivo del bautizo de la nieta, o del matrimonio de la hija, o de la muerte del tío, o de la confirmación del sobrino;

o con motivo de las fiestas patrias, o de las fiestas de Todos Santos, o del carnaval;

y la madre, asistida por enjambres de sirvientes, mataba chanchos, mataba gallinas, y mataba conejos a diestra y siniestra para los picantes,

y había que ver la sangre que corría, igualito que en cualquier revolución.

Y luego la madre, siempre asistida por enjambres de sirvientes, molía ají colorado y ají amarillo por arrobas,

disponiendo de siete batanes muy lucios y con la superficie ligeramente excavada por el uso, sólidamente implantados sobre los poyos en el patio.

Muele que te muele, era de oír el estruendo infernal que resonaba en toda la casa, que temblaba desde sus cimientos con las piedras formidables golpeando y bamboleando al unísono, machaca que te machaca, tritura que te tritura,

mientras que los invitados se entregaban ya a colosal algarabía,

bebe que te bebe cerveza y baila que te baila cueca, a los acordes de una banda de músicos que soplaban en el salón principal, en el segundo piso de la casa, déle que déle con el tambor.

Había abogados, había sacerdotes, había magistrados, había joyeros, y hasta poetas había, entre los principales invitados a las macabras comilonas que, con uno u otro pretexto, Hermenegildo Fernández organizaba.

Era de ver cómo aullaban los comensales con lo que picaba el picante;

y con pañuelos tan grandes como sábanas, que guardaban para el efecto y que extraían oportunamente de sus bolsillos,

amarrábanse ya la frente, ya la nuca, ya el cogote o la quijada, para restañar el sudor en medio de lastimeros ayes y sordos bramidos que proferían con lo que picaba el picante.

Y no contentos con devorar un primer picante, habiendo dado buena cuenta de éste y habiendo dejado limpio el platazo, pedían otro picante, y luego otro, y en seguida otro,

satisfaciendo así su sed de picantes y halagando al mismo tiempo la vanidad de los dueños de casa.

Es lo cierto que Hermenegildo Fernández ganaba la plata que quería, gracias a su raro talento como dibujante y pintor.

Sus servicios eran muy solicitados por la industria gráfica y el comercio en general, así como por personas particulares;

ni la acuarela, ni el pastel, ni la tinta tenían secretos para él,

y las postales que lanzaba para Navidad eran tan hermosas, que se agotaban en el término de tres días a lo sumo.

Amigo intimo del renombrado pintor potosino Mario Alejandro Illanes, trabajó con éste durante varios años, y más tarde, rechazó una oferta que le hizo aquél para realizar ciertos trabajos en Estados Unidos,

seguramente acobardado en vista de que en esas tierras no había picante ni para remedio.

Por lo demás, Hermenegildo Fernández también era político, y ha de saberse que amigos y enemigos lo reputaban como gran cívico.

Aportaba religiosamente y con crecidas sumas a las cajas de su partido, y era siempre el primero en ocupar su puesto en las campañas proselitistas y pre-electorales.

Luchó como un león en las barricadas del nacionalismo, en diversas jornadas a lo largo de su vida,

y en la Revolución del 9 de abril, recibió dos heridas y sentó cátedra de machismo.

Hermenegildo Fernández se fue a la tumba por causa de los picantes, es lo malo; y lo bueno, que murió al pie del cañón.