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EL APARAPITA DE LA PAZ

El tema siempre me sedujo incidiendo sugestivamente en mis apuntes; estos han hallado un camino en la reseña que sigue.

Yo no sabía quién era ese personaje enigmático llamado aparapita cuando pisé por vez primera una bodega hace años. Aún no lo sé con exactitud. Y conste que nadie quiere sacarle punta a lo que no tiene. En realidad, se trata de un hombre insignificante al par que excepcional. Se invalidan las cosas en la proximidad, pierden interés a medida que la perspectiva se reduce y según resulta obvio; es un ejemplo el caso del Illimani, como lo es asimismo el caso del aparapita.

 La palabra es de origen aymará y quiere decir: "el que carga". Pero, ¿quién es el que carga? Valga esta aclaración antes que nada: me propongo responder tan sólo de un modo particular y condicionado a mis propias experiencias y observaciones. Al ponderar la imagen del aparapita podrá encontrarse el espíritu de la ciudad en su verdadera significación.

Por lo que se sabe, es el aparapita un indio originario del Altiplano y su raza es la aymara. La fecha de su aparición en la ciudad es algo que nadie ha precisado. Tal vez podría situarse en los albores de la República. (Aquí convendría notar esto: no me refiero para nada al cargador común y corriente, que también lo hay en la paz y dondequiera que uno fuese. El genio del aparapita corresponde a una individualidad altamente diferenciada.) Su numero es reducido, relativamente; éste se renueva por aquellos individuos que se han desplazado procedentes del Altiplano, así como también por los nacidos en la ciudad. Todos ellos, fatalmente están destinados a perecer en garras del alcohol.

 Es inconcebible la ancianidad en un aparapita: nuestro hombre desprecia la comida y prefiere la bebida, es lo cierto. Cuando come lo hace a la muerte de un obispo y exige un plato que ha de estar repleto de perejil, pues se siente fascinado por el perejil de un modo realmente inexplicable y misterioso. Añádase que el acto de comer le parece una gran indecencia, por cuya razón al mismo tiempo que come se oculta de la gente, poniéndose de cara a la pared. Y la gente lo repudia; no puede con él. Para los curas es un endemoniado, y una oveja descarriada según los evangelistas. Para las viejas es un brujo. Pero según los brujos no lo es. Y según mi abuela, es una criatura de los mundos infiernos. Para unos es una bestia, para otros un animal, y para aquellos un leproso. Los literatos no le han hecho caso y tampoco los poetas; pero alguien por ahí, seguramente, ya sabrá ocuparse de él. Todos lo miran con repugnancia, cuando no con recelo o con asombro. O bien lo miran como si no existiera. Parece ser que los sociólogos no lo mencionan en sus enfoques, así como tampoco lo llevan el apunte los folkloristas. Además se prohibe gastar pólvora en gallinazo: la atención de los expertos, ya sean nacionales o internacionales, no podría centrarse en tan poca cosa. Se trata de una larva, un fenómeno aislado y en vías de desaparecer, por asimilación del progreso, o quién sabe qué. Necesariamente un ejemplar típico del subdesarrollo, mas en ningún caso un parásito.

La vestimenta surgió con un carácter determinativo en mi aproximación al personaje. La ropa que lleva en realidad no existe. Es para quedarse perplejo. El saco ha existido como tal en tiempos pretéritos, ha ido desapareciendo poco a poco, según los remiendos han cundido para conformar un saco, el Verdadero. Los primeros remiendos han recibido algunos otros remiendos; estos a su vez han recibido todavía otros, y estos otros, todavía muchos otros más, y así, con el fluir del tiempo, ha ido en aumento el peso en relación directa con el espesor de una prenda, tanto más verdadera cuanto más pesada y gruesa. Una noche, me propuse contar los remiendos en un saco que yo guardo. Este tiene un bolsillo interior y debe pesar unas veinte libras. Eran más de ochenta los remiendos cuando me cansé de contarlos, y eso que todavía me faltaba la mitad de la espalda y una manga. Cómo se las arreglaba su legítimo propietario para poner los remiendos, el cual por si fuera poco era manco y tuerto, es cosa que jamás podré explicarme.

Yo soñaba con un saco verdadero y quería tener uno. Mis intentos eran rechazados con enojo, con desdén e incluso con mofa. Y tenía que haber sido tuerto aquel hombre para aceptar un vulgar saco a cambio del suyo. Sin embargo, una vez hecho el trato se puso a cambio del suyo. Sin embargo, una vez hecho el trato se puso a dudar, se quitó el saco poniendo al descubierto el muñón y le di dinero además de un abrigo viejo, cuando se quedó desconcertado, me miró con pena y finalmente se fue. Me sentí culpable. Luego me puse ante el grave dilema de hacer hervir la prenda o dejarla tal cual y, habiéndome decidido por lo primero, repetí muchas veces la operación. Su peso disminuyó notablemente por efecto de la potasa. ¡Y que de piojos! Hoy por hoy es mi prenda favorita algunas noches de frío intenso, una prenda con la que —debo confesarlo—, me siento un pobre tipo, un impostor intentando vanamente usurpar atributos que de ningún modo me corresponden, como alguien que quisiera impresionar y que, en el fondo, es un hazmerreír y no se da cuenta de nada. Lo cual me da en que pensar, viéndome con cierto horror en el pellejo del simulador quien, según intuyo, al pretender ser como lo que no es, todavía pretende que los demás quisieran ser como es él. Sea lo que fuese, el saco sigue infundiéndome miedo cada vez que me lo pongo; el miedo siempre es un testimonio de alguna verdad oculta. Jamás llegará a pertenecerle al ladrón una cosa robada; claro que, por lo demás no se debe olvidar el altísimo valor que asumen las cosas robadas, siempre que el ladrón no las haya robado con otro propósito que el de guardarlas bajo siete llaves.

Tan pronto como una víctima de la violencia o como un propiciador de ella, el aparapita se ve a menudo ensangrentado, con una cara monstruosa, con espantosas heridas que, evidentemente, a él no le preocupan en lo más mínimo. Él sabe a donde irá a parar con su cuerpo y en modo alguno se le ocurre pensar de otra manera que no sea la que corresponde a la realidad pura y simple. Un entierro, un cementerio, una tumba, son cosas que él no puede concebir ni remotamente en el esquema de su vida, puesto que fueron hechas para los demás, no para él, y puesto que él ya sabe lo que sucede y se refiere a ello de un modo natural, habiéndolo declarado explícitamente, tal como correspondía hacerlo. La muerte es cosa suya y nadie podrá meterse en sus asuntos, a no ser Dios; Dios está con él. Él es quien le ha dado permiso para venir a vivir aquí. Pero el momento que así lo desee, él puede morir y, una vez muerto, su alma, o sea él, se irá volando a su verdadera casa para servir a Dios. Ahora, si su cuerpo va a parar a la morgue, ¡qué ha de hacer él! ; ¡y qué ha de hacer si lo descuartizan! Nada. Nadie puede hacer nada. Además, a él qué le importa. Tales las palabras de un aparapita, cuando habló conmigo.

Por tanto, y cuando menos por su contribución al estudio de la anatomía debería quedar eximido de cualquier culpa en este mundo. Al fin y al cabo, si la facultad de medicina de La Paz no sufre escasez de cadáveres, ello se debe en gran parte al aparapita.

Emerge la figura con sugerencias contradictorias, de abandono y destrucción, de impavidez, de muerte, de alegría, de arrogancia y humildad, conforme uno presiente un oscuro propósito en este hombre, y es como si únicamente persiguiese sacarse el cuerpo y ello no obstante, no quisiese dejar de luchar por la vida, siendo así que la vida le importa un comino. Pues él tiene sabiduría al matarse y se mata por medio de la vida, el medio más natural. Como que lo hace, con naturalidad y con alegría inclusive, cuando ha guardado unos pesos, deliberadamente, cuando se ha privado de comer en absoluto y se va a la bodega, donde se pone a gritar, a reír y bailar, y donde bebe hasta que revienta. Entonces aparece muerto en la calle, tendido como un sapo. El deber, las obligaciones, el interés por mejorar de condición, son cosas que no tienen nada que ver con él. Acarrea bultos sobre las espaldas, de un lugar a otro, recibe cerrada la boca lo que se le paga. Suele cumplir funciones en los entierros de los pobres, y cuando los deudos no pueden sufragar el gasto en las pompas fúnebres, acarrea afanosamente el ataúd, de la calle Figueroa a la casa del extinto, y de la casa del extinto al cementerio.

En la fiesta de San Juan gana mucha plata un aparapita y está en su elemento. Todo el santo día y gran parte de la noche se encuentra ocupado acarreando fardos de leña para las fogatas. Me gusta mirar su silueta fantasmal recortándose sobre un telón de fuego. Tarde en la noche, cientos de aparapitas más felices que el demonio -y muchos de ellos han de morir esa misma noche-, se hallan congregados alrededor de las gigantescas fogatas que crepitan hasta el amanecer en lo alto de la ciudad, en la calle Tumusla y en la Garita de Lima, en la avenida Baptista, en la avenida Buenos Aires, en la calle Max Paredes y adyacentes, en la calle Inquisivi y en el callejón Pucarani y en la avenida Pando, (por mi parte, yo proclamaría el día de San Juan como el día del aparapita). Según iba diciendo, con su profesión se defiende él, y de eso no sale, es independiente. Solamente trabaja cuando le da la gana, y con tal que haya reunido la plata para el aguardiente y la coca, lo demás no le importa. Se queda, repantingado, sobre una pared, hecho un príncipe, a su lado el rollo de soga y el manteo, sus únicos bienes, y mira la vida desde muy lejos, masca y masca la coca. El no es de los que paga impuestos; ignora olímpicamente los sindicatos, no es ciudadano, pero es dueño de hacer y deshacer de su persona. Este hombre se ha incorporado a la vida ciudadana en su calidad de animal racional pero al mismo tiempo se ha segregado de ella, para vivir en ella de un modo irracional por completo.

Es prodigiosa su capacidad para el aguardiente. Un aparapita puede beber un litro en dos periquetes, (para el caso, un periquete equivale a media hora). El litro de alcohol (de caña) vale nueve pesos (75 cts. de dólar, más o menos), y el ingenio de Guabirá, en Santa Cruz, lo produce en ingentes cantidades. Hasta hace pocos años, todavía brillaban en las puertas de las bodegas unos gigantescos toneles de metal, con una capacidad de 200 litros. Dichos toneles han desaparecido ahora, en realidad por la prohibición de la venta a granel emergente de un nuevo régimen impositivo. En la calle Max Paredes y en algunas otras, existen cientos de bodegas donde relucen miles y miles de latas con un color morado, de medio, uno, cinco y diez litros, bajo cuyo resplandor pululan los aparapitas encontrándose en el mejor de los mundos. Un litro de alcohol es un litro de alcohol, indudablemente, pero si le añado un litro de agua, obtengo dos litros de buen aguardiente. Pues yo me ufanaba bebiendo precisamente a razón de dos litros por día, y por tal motivo, me consideraba un borracho de marca mayor: nada tan ridículo frente a los aparapitas, bebiendo como ellos beben unos seis litros por día. Sin embargo, este promedio tan sólo puede aplicarse al sábado y domingo. Claro que el resto de la semana, como de costumbre, beben a razón de un litro por día.

La cuestión es que uno muere de envidia. Uno envidia al aparapita, esa simplicidad inalcanzable, esa soberana despreocupación. Y precisamente, porque es muy difícil dejarse de cuidar su vidita y vivir, vivir, en lugar de simular que se vive.

El hombre orgulloso, desorbitado, fanático, solitario y anárquico me causa envidia, y es el aparapita, obedeciendo ciegamente a sus impulsos, fascinado por el fuego y por el humo, fascinado por la sangre, fascinado por los muladares. Empujado por el aliento de la libertad, el aparapita siempre encuentra aquello que busca. Hace excursiones nocturnas a los muladares y allí encuentra maravillas. No se trata de mera retórica. En los muladares hay maravillas, según consta a quienes conocen los muladares, como me consta a mí que los conozco. Y las hay por montones para el aparapita. Puede que sean unos trapos. Los trapos le sirven para remendar su ropa, tarea que él ejecuta asimismo en el muladar. Puede ser un trozo de espejo, puede ser un alambre; puede ser un zapato o simplemente una suela; todo le sirve, él ya sabrá para qué. Puede ser una lata. Quizá algún botón. Papeles. En una bolsa de cotense embute los papeles, escoge la basura para hacer fuego y, en medio de la humareda y de las chispas, encuentra talismanes; es más supersticioso que Satanás. Encuentra un clavo, una muñeca, un guante. Unas botellas; se ve que están rotas pero a lo mejor sirven. No puede haber persona con mayor sentido del humor. El no se ríe, sino que se pone serio mientras que alguien se encarga de reírse de él, o sea él mismo, quien lo hace para darse cuenta de que se ríe de nada.

En su delirante tránsito por las calles de la ciudad, el aparapita, dejando a su paso unas huellas quizá legendarias, se proyecta con las múltiples formas de una personalidad poderosa. Qué elegancia y que desparpajo, qué decencia, qué pulcritud. No importa el color ni la forma del remiendo o su tamaño, tan pequeño como una estampilla o más grande que una hoja de Eva, con tal de cubrir una rotura Para eso está el hilo y la aguja, dos cosas de las que no puede olvidarse un aparapita que se estima. La revelación de un misterio se encuentra implícitamente revelándose por el misterio mismo y por la gratuidad en sí, como una revelación sin la cual no podría darse el misterio no revelado; efectivamente, no queda más remedio que divagar, en este caso a que nos estamos refiriendo. Pues frente a lo incomprensible resulta inútil una aproximación por medio de definiciones; puede que sea paradójica una cosa, pero la cuestión es el porqué. La condición humana no se explica por el empleo de sustantivos pero nosotros calificamos y sanseacabó, con eso basta y nos quedamos satisfechos: todo lo que se fuese se nos aparece como la cosa más natural del mundo. Perdón por el circunloquio, a propósito de un caso tan intrascendente como lo es el de un hombre que se desvive poniendo remiendos a unos andrajos que han salido de la basura y se pasa la vida cuidando de ellos como si fueran la niña de sus ojos mientras que, por otro lado, hace todo lo posible y lo imposible por destruirse a sí mismo sin importarle un ardite su propia persona o las averías, las heridas y los golpes que a diario recibe. Sería difícil encontrar, en términos de intensidad poética, alguien que se le iguale.

En cuanto a las virtudes morales; yo encuentro sosiego según las reflexiones fluyen para reconfortarme, pensando en las fuerzas sustentadoras de que se nutre el ángel protector.

¿Palabras que suenan a predicador de trastienda? ¿Para ridículo del que las suscribe? Las virtudes morales en el más alto sentido —y aquí tan sólo traduzco el sentir de un aparapita cualquiera—, nos protegen de las enfermedades y de los accidentes, así como del malestar que implica vivir, dándonos fuerza para soportar los grandes dolores, nos libran de los tormentos del hambre y de la sed, nos traen buena suerte y nos proporcionan buen humor. Por supuesto que estoy absolutamente convencido de que así es como debe ser. Vale la pena hacer referencia específica a la conducta moral del aparapita. Podría ser asesino, ladrón y facineroso. Razones no le faltarían. Pero él es aparapita, eso es lo que pasa y con eso está dicho todo. He aquí un hombre con una rectitud ejemplar. Es veraz, él no miente, es profundamente religioso. Es caritativo por naturaleza, bueno como el pan. Es incapaz de robar una paja. Muere con orgullo antes que pedir limosna. En los registros policiales no hay tradición de estos delictuosos cometidos por algún aparapita, pues jamás los comete. Su único delito es emborracharse, trenzándose en peleas que no pocas veces resultan sangrientas. Sus cualidades se conservan incólumes, si sus defectos se acentúan por causa del ambiente. Sin embargo es sanguinario por ancestro, y no hay para qué negarlo. Son memorables las hazañas de los indios. En los pueblos del altiplano las autoridades tienen un mal fin si es que cometen desmanes. A un subprefecto lo metieron dentro de un tonel y lo hicieron hervir, después de haberlo descuartizado, y entonces se lo comieron sin asco. Un cura que abusó de una india fue castigado con aquello con lo que pecó, con eso mismo, y se lo cortaron en frío, obligando al cura a que se lo comiese, y luego utilizaron su cráneo para según se sabe, está empedrada con las calaveras de los soldados que formaban un batallón, el cual había sido enviado en plan de combate para sofocar las sublevaciones ocurridas allá por el novecientos.

Quiero volver al asunto de la vestimenta para referirme a varios detalles de la misma. Ya lo hice con el saco, y con el pantalón se repite la historia. La soga y el manteo son las herramientas de trabajo. La soga es de cuero de oveja o de llama y tiene unos tres metros de longitud. Dura una eternidad. Se lleva ya en la mano, ya enrollada alrededor de la cintura. Es sumamente resistente, como para sujetar cargas de tres quintales sobre las espaldas. (Las espaldas de los aparapitas no se llaman espaldas. Sino espaldarapitas: gozan de gran fama porque su fortaleza es macabra). El manteo, más grande que diez banderas juntas, es de tocuyo utilizándose para acarrear cosas sueltas, botellas, libros, adobes, bolsas de estuco, ladrillos. Plegada en cuatro, o en ocho, o como sea, es un colchón para dormir. Las abarcas son de un modelo privativo. Una cuestión más o menos aparte. Se utiliza alguna llanta de la basura en la confección de la suela, quedando afirmado al pie por unas lonjas de cuero de vaca las cuales, a veces, se adornan con alguna pintura. Es lo único "decente" en su persona, pues cosa rara: estas abarcas se mantienen todo el tiempo como nuevas. Para cubrir la cabeza, en el mejor de los casos, una gorra de soldado, sin visera. En su defecto, un trapo, un pedazo de cartón, una lata: cualquier cosa. La coca y la lejía en un atado junto con la plata, con los puchos de cigarrillo, con el hilo y la aguja, se guardan en un bolsillo interior del saco, que es el único; el aparapita es unibolsillo.

Por cuanto se refiere a una vivienda, el aparapita no la tiene. Por lo general pasa sus noches a la intemperie y en invierno, cubre sus carnes con periódicos, ingeniándoselas para impermeabilizar el papel y prolongar la vida del mismo, con grasa y aceite que se filtra sobre la calle. Vive en los cerros, metido en unas fisuras al abrigo del viento. O en las recovas, en las vecindades del cementerio, en sitios propicios de la periferia, en los patios de maniobra de las estaciones, en algún lugar a lo largo de la tubería en la que corre el río Chokeyapu. Empero, los muladares le ofrecen un mullido colchón y otras ventajas. Otras veces se queda tendido en alguna esquina, cuando se emborracha, o junto a una cloaca, en media calle, en la puerta de una bodega. Con tal que no lo molesten o lo insulten, no le importa dormir dondequiera que fuese.

Todo lo cual en lugar de moderar, mas bien enciende el encono de la gente. Al aparapita se lo escarnece, inexplicablemente. No es un hombre de bien. No cumple ninguna función en el seno de la sociedad. Es un holgazán, un borracho, un ladrón.

¡Qué dirán los turistas cuando lo ven! Además, está hirviendo en piojos. Y es como las moscas, un agente transmisor de enfermedades. Es una afrenta su presencia en la ciudad. (Ahora bien; por mi parte en cuanto a mi manera de ver, ¡qué sé yo! Vaya uno a saber si él no se apodera de la ciudad. Yo quisiera que mis ojos viesen lo que yo veo: es él, es la ciudad quien se asimila, volviéndose verdadera por la irrupción del indio. Del indio, que en la ciudad se volvió aparapita.)