Nombre
Foto
 

 

FELIPE DELGADO

TERCERA PARTE

Capítulo XII

No había un alma en las calles.

Con un andar inseguro y precipitado, Felipe Delgado llegó a la calle Inquisivi, y se detuvo en la avenida Pando. Después de un momento de vacilación prosiguió caminando, en dirección a la calle Tumusla, cuando de repente, en su desatinada marcha, se tropezó con un cuerpo que yacía tendido de espaldas al cielo, en plena acera, y cayó, profiriendo un quejido de dolor. Recuperándose del aturdimiento trataba de deslizarse hacia el suelo, con un sentimiento de temor y repulsión. Pues habiendo caído justamente con los brazos extendidos al través por sobre este cuerpo al que él cubría con el suyo propio, la posición se le antojaba equívoca, y este sentimiento se agudizaba tanto más por una flexión que Delgado ejecutó trabajosamente para apartarse de alguien que, después de todo, no era un borracho, ni tampoco estaba muerto, como él suponía, sino que se trataba de un hombre tendido tranquilamente allí, el cual volvía la cabeza y, según Delgado se incorporaba, dirigía a éste una mirada contemplativa, guiñando ahora los ojos con mañudería, en un gesto de burla y complicidad. Delgado vio una cara, unos rasgos que, a la débil claridad de la calle desierta, no dejaban de ser conocidos, al menos para él, y se lanzó a toda carrera y con súbito espanto, huyendo de aquella visión, pero sin llegar más allá de la acera de enfrente, adonde había corrido para ganar la calle Illampu. Y allí, después de una segunda caída, se las compuso, arrastrándose hacia una puerta de calle en la que se ocultó como pudo, en vista de que se hallaba cerrada. Al mismo tiempo, habíase incorporado aquel hombre. Estaba al acecho, y, dirigiendo miradas escrutadoras y blandiendo una soga con siniestra actitud, parecía un cazador muy seguro de acorralar a su presa.

Delgado espiaba desde su escondite, causándole infinito asombro los cambios, por completo inopinados, en la actitud de este personaje que, desperezándose y mirando en torno, ahora daba un paso hacia el filo de la acera con aire de beatitud, a tiempo que alzaba la cara y contemplaba el cielo, quedándose, finalmente, arrobado y como atento a los inciertos rumores de la dudad, cuando, todavía absorto por un momento, al cabo hizo un movimiento de sobresalto y echó sobre sus espaldas un blanco manteo que extrajo del interior del saco, ofreciendo así el aspecto de un fantasma; y, dirigiendo la mirada hacia la puerta en que Felipe se ocultaba, prorrumpió en una risotada, mientras que se erguía en toda su estatura para avanzar resueltamente, sujetando con una mano a la altura del pecho el manteo tremolante, y con la otra, la soga.

Felipe Delgado se sentía desconcertado por una dudosa revelación. Pues el memorable caniuiante afecto a los disfraces, aquel antiguo conocido, el viejo fantasmal que solía aparecérsele en estos mismos parajes, en la vida real, bien podía ser algún aparapita. Un aparapita, el aparapita —en fin, este aparapita, que ahora se daba a conocer como tal.

—¡Ves que me muero, y todavía huyes! —exclamó de pronto el personaje.

Habíase detenido en la calzada; y ahora que reanudaba la marcha para enfrentarse con Delgado, hizo restallar la soga, y en este momento se quedó paralizado, con un gesto de horror indescriptible. Un alarido resonaba n el silencio nocturno; la cara había sido destruida por algún espantoso golpe. La mandíbula había volado, y los ojos estallaban. Una pavorosa concavidad se hundía a lo largo de la nariz y la frente. La calavera se mostraba desnuda en los pómulos, y brotaba la sangre en los espesos mechones aprisionados por aquella vieja y ya conocida gorra de soldado. En el silencio profundo de aquel terrible golpe, se escuchaban unos latidos. Ante la imagen inmóvil y monstruosa de este hombre, ante el resplandor de unas gotas de sangre que se suspendían en el espacio, Delgado se desplomo

Al mismo tiempo, el hombre recobraba el movimiento —y la cara comenzó a sanarse, conforme iba envejeciendo, con un gesto de pena inenarrable.

Más allá de la niebla resplandecía la niebla —todavía flotaba algún resabio de la lluvia aquella noche. Unos rumores se dejaban escuchar confusamente, desde lejos. Por un momento, el hombre se quedó pensativo y dirigió una mirada a la soga; enrolló ésta, con impaciencia, y la guardó debajo del saco. Se repantigó luego, junto a Delgado, que yacía de espaldas a la pared. Entonces sacó un atado de coca y se puso a mascar, apaciblemente, durante largo rato. Al cabo, se volvió hacia su compañero y lo hizo volver en sí, con unas sacudidas enérgicas y apremiantes.

En sus ojos brillaba la burla.

—Ahora no corras; no te muevas. Es hora de hablar —le dijo al oído.

Volviendo en sí, Delgado se quedó inmóvil y miró al hombre, bajo el nuevo aspecto que ahora ofrecía. Y esto le llenó de inquietud: a no dudar, tratábase de un hombre muy viejo; y este viejo llevaba puesto un saco que no le pertenecía. Pues ahí estaban los remiendos .que, en tiempos no lejanos y tal vez por una extravagancia, según Felipe recordaba, él cosió con la ayuda de Ramona sobre aquella prenda memorable —ahí estaban los remiendos; unas llagas pudriéndose en lo recóndito y cundiendo más allá del acabamiento. Aquí lo tenebroso tenía lustre; la realidad era una apariencia, y al mismo tiempo una ruina. El saco era una reminiscencia del olor escondido en el cuerpo del viejo; el viejo sonreía y miraba a Delgado, y éste temblaba —pues el viejo era idéntico a él, con la sola diferencia de la edad. En efecto, Delgado se hallaba frente a su propia imagen, tal como si hubiera salido de la tumba en el futuro, dentro de muchos años, habiendo alcanzado tras largo tiempo de espera el aspecto que ahora ofrecía.

—Con la muerte no se razona, no se puede —dijo el viejo—. Ya ves. Yo me adelanto al tiempo; yo salgo de la tumba, y tú no. Sin embargo no sabría decir si es la muerte un modo de envejecer, o si en ella se envejece.

"Han pasado muchos años a partir de este encuentro", pensaba Delgado. "No fue anoche; no fue esta noche. Hace mucho tiempo que estoy muerto. Muy larga ha debido ser mi permanencia allá, y por eso ahora salgo de la tumba, a la vejez".

—No te extrañe que a ratos esté vivo quien te habla, y a ratos esté muerto —dijo el viejo—. A ratos dejo de existir; eso no me impide hablar.

El viejo adoptaba un tono sardónico. Y mientras que la extraña semejanza quedaba en algo desvirtuada por la hinchazón de las mejillas que colgaban como barbas ofreciendo un aspecto lúgubre, según miraba Delgado, de pronto se dejó escuchar n zumbido, muy vagamente. Pues el viejo parecía ignorar una mosca, una mosca muy pequeña, que aleteaba en la cavidad de su oreja, y de eso no salía; allí se estaba siempre, sin levantar el vuelto, al haber estado siempre, al haber nacido allí.

"Soy yo, estoy solo", pensaba Delgado. "Esta imagen es la mía. Soy yo quien se mira cuando yo me miro. Esta imagen insepulta, errante y sepulcral, no es como el sepulcro. No es como el vacío. Este viejo es mi alma, es un sueño y no lo sabe. En el mejor de los mundos vivirá allá, bien tapiado. Le escuece la cabeza por estar aquí; basta con mirarlo; está allá".

—Estoy aquí —dijo el viejo.

—Soy yo —dijo Delgado.

—Apenas uno habla, y ya él se hace el sorprendido —dijo el viejo.

— ¡Tú tienes mal olor! —exclamó Delgado.

— ¿Y a mí qué? —replicó el viejo—. Si es que tengo mal olor, la culpa será tuya.

—El que apesta eres tú, no yo —repuso Delgado.

—Exageras, eres sentimental —dijo el viejo con calma—. Una visión no soy; estoy aquí. No me mires, no vengo del otro mundo. El temor te hace ver lo que no se ve, yo estoy dentro de ti; yo soy tú. Si alargas el brazo no encontrarás tu saco, ni tampoco me encontrarás a mí. Tu saco no se pudre, como seguramente crees. No tiene por qué podrirse, no es para tanto.

—Es un juego absurdo y difícil; no lo sé ni lo creo —dijo Delgado.

—Esas son chicanas. Aquí no valen las patrañas. Tú tienes miedo, eso es todo.

— ¿Y entonces, acaso usted no tiene miedo, si dice que yo soy usted?

—¿Y porqué me usteas de buenas a primeras? ¡Qué disparate! Claro que tengo miedo; y tú lo sabes, no yo. Parece que crees que no crees lo que crees... Son sutilezas. Te has vuelto hipócrita, y eso me parte el alma. Deberías tomar una copa y. dejarte de disimulos. Pero si así lo prefieres, que siga la comedia. Estamos en la ciudad, al fin y al cabo.

Delgado entrecerró los ojos.

—¡Ah!, ¿sí? ¡Esto es ilusorio! —exclamó—. ¡Suceden cosas raras! ¿Y por qué usted se me aparece en las calles?

—Por tu culo —rió el viejo—. Además, eso no me incumbe aunque bien pudiera, después de todo, por la pena que me das.

— ¿Acaso le doy tanta pena a usted? ¿Y se puede saber por qué?

—Tú no me das pena, sino yo mismo. Me es difícil llevar la iniciativa, eres tú quien debería de hacerlo ahora precisamente, como lo hiciste siempre. Yo no tengo la culpa de nada. Recuerda aquella vez. Yo pasaba tranquilamente por la calle cuando me viste y te asustaste. Daba lo mismo que yo te viese y me asustase. Llovía aquella tarde, y mi padre murió. Y luego, a partir de ese día, tú empezaste a seguir mis pasos; y cuantas veces me encontrabas, invariablemente y como enajenado, me mirabas con odio, sin darte cuenta de que te bastaba detenerte para encontrarme en ti. Además, daría lo mismo que fueras otro y no yo, y que no fueses tú sino otro cualquiera. Todos somos iguales los unos a los otros, pero todo depende del secreto. Del secreto en que la gente se reconoce cuando se encuentra. No te preocupes por mi parecido a ti, o por que tú fueses yo, eso es lo de menos. En realidad, este encuentro es un capricho, una patraña, un invento enteramente tuyo, una cuestión sin importancia. Y por eso mismo, harías mal en tomar en serio las cosas. Siempre fuiste el mismo; pero incurriste en el error de creer que eras otro y no yo. Ahora yo me pregunto por qué tuvo que suceder esto precisamente en la calle y no en otra parte; quizá tú podrías responder.

—¿No se da usted cuenta? Es natural que la ciudad deberá responder.

—¡Justamente, y al diablo con la ciudad! —exclamó el viejo—. La ciudad es un artificio, y ni siquiera un accidente de la soledad. La ciudad es un destierro. Nos priva del silencio, es decir, de las buenas compañías. La comunicación humana, en la ciudad, es una comunicación maldita, acuérdate. Somos prisioneros de las multitudes en la ciudad, en esta isla amurallada, y por eso mismo, nos negarnos a dar ese amor y esa paz que precisamente buscarnos. Somos nosotros la ciudad, nosotros tenemos toda la culpa. Día llegará en que se destruya la, ciudad por obra del hombre libre, para ser recordada con incredulidad y espanto. Las charcas de pus, las ciudades, cunden día a día, y amenazan cubrir toda la faz de la tierra. Tú ves: la ciudad es el odio; ella ha florecido a la sombra del odio; y el odio la destruirá en nombre del amor.

—Usted se equivoca. Yo amo a mi ciudad y ella me ama.

—Eso dices tú. Pero cuando comprendas que la ciudades un modo de ser del mundo y de la vida, llegarás a comprender el significado del sueño; es decir, el modo de ser de la muerte. El sueño, ¿qué es? ¿Y por qué te sueñas? El que sueña soy yo, tu cuerpo, no te sueñas tú. Desaparecida la ciudad, tu existencia se habrá unificado al unificarse el sueño y la realidad, y tú podrás soñarte sin necesidad de mí.

— ¿Y qué tiene que ver la ciudad con el sueño, y el sueño con el cuerpo?

— ¿No te das cuenta? La ciudad es un resultado de la necesidad. Es el testimonio del hombre y de su permanencia en el mundo, o sea, el testimonio de una equivocación. Causa asombro semejante paradoja. El sueño del hombre se ha quedado cautivo en su corazón por causa de la ciudad, y sus deseos se han vuelto irrealizables. Los animales no conocen el deseo; todo se reduce a la Satisfacción de sus necesidades. Pero se me ocurre que las abejas y las hormigas tienen mucho que ver con el sueño, si su vida es la ciudad. Pobrecitas ellas, al igual que el hombre, si es que renuncian a la tarea de conquistar la muerte. Bueno es divagar, cuando uno busca el camino de los descubrimientos.

—¿Y qué pretende usted con las divagaciones? Al fin y al cabo, uno debe expresarse con un poco de claridad. ¿Qué será de usted, cuando el sueño sea la realidad y deje de ser sueño?

—Puesto que lo sé, te lo diré; no me meto en líos hablando por hablar. Honradamente, qué sé yo, y qué podría decirte, por ejemplo, del destino que, cuando te mueras, habrá corrido aquella vieja araña, que te picaba en la rabadilla mientras dormías. ¿Qué será de mí, dices, cuando el sueño sea la realidad y deje de ser sueño? Mi contestación es ésta: será una realidad el sueño que ahora soy. En otras palabras: todo será. Escucha lo siguiente: la irrealidad realizada es la síntesis de una realidad oscura.

—Precisamente es muy oscuro lo que usted dice, y no comprendo.

—Te explicaré. Llamé síntesis de una realidad oscura a la transmutación de la realidad de la vida en el sueño. Se trata de la irrealidad realizada. Es el futuro. A medida que avanzamos en la vida, tanto más se realiza el sueño por la claridad con que avistamos el futuro. El sueño es el vehículo que nos permite ser una realidad; por el sueño se destruye el presente y culmina el futuro.

—¿No puede usted explicarse mejor? Sus palabras no me dicen nada, son palabras solamente.

—¿No te dicen nada? ¿Te parece poco lo que digo? ¿No te sorprende pensar que el presente no existe sino en términos de una mezquina realidad, y que el futuro está indisolublemente ligado con la muerte y con la realización total de la realidad? Individualmente, la humanidad realiza la realidad con rapidez, pero, como un todo, lo hace lentamente. Pues esta realización se dispersa en el número de individuos, y mientras muere un vivir, la humanidad muere muchísimos. La vida de un individuo será poca cosa frente a la vida de la humanidad, que se cuenta por milenios, pero es determinativa en la extinción del género humano. Y por la extinción del género humano y por la extinción de toda otra forma de vida quedará determinada la realización total de la realidad. Partiendo de la existencia y concluyendo en ella, la serie podría ser ésta: nacimiento, sueño, muerte. El vivir quedará eliminado por el sueño, con el salto del nacimiento a la muerte, en el trampolín. El cuerpo, como vehículo con la duraci6i de un relámpago en su tránsito a través del sueño, desaparecerá al término de éste. La existencia es el principio, y es asimismo el objetivo último; con el sueño—se abrevia el tránsito, y se anula la necesidad de vivir. Al último, la realidad del mundo quedará latente en las madres, y comenzará la realidad del sueño a partir de la fecundación. Los que no nacen serán dueños del tiempo, y también lo serán del sueno: un sueño tanto más real cuanto más breve. Lo sospechado, lo presentido, lo imposible, lo increíble, lo portentoso y lo insospechado, todo ello surgirá en la conciencia del mundo como una realidad verdadera y como un hecho generalizado. Cuanto más difundida la revelación, tanto mayor respeto infundirá el misterio.

—Esas son cuestiones que podrían hacerse comprensibles para mí, siempre que yo llegase a saber e1 motivo de mi curiosidad por usted... ¿Se puede saber lo que pasa, por ejemplo, cuando usted muere, y si es que llega a saberlo? ¿Y cuando uno muere, estará usted dentro, o fuera de uno? ¿Conoce usted a los suyos, y se comunica con ellos?

—Me abrumas con tus preguntas. Todo romanticismo está fuera de lugar. Uno es uno, pero se multiplica en las almas, así como las almas se multiplican y son una sola. Todo será, cuando se haya consumado la unificación del sueño y el ser divino de la realidad con lo vivo y lo inanimado, bajo la síntesis de la realidad oscura. Pero mira, yo mismo no sé lo que hablo, ni sé de mí ni sé nada; y por ti, y cuando comienzo a conocerte, puedo saber que no sé nada de mí. Todo cuanto digo se refiere a ti, yo no hablo por mí sino por ti acerca de mí, pero tampoco hablo acerca de ti. Seguramente yo no soy el que tú crees, sino solamente a través de ti, y no es necesario que comprendas por qué no podría explicarme sin tu participación. A lo mejor yo soy una divinidad y tú un pobre fanático que huye en lugar de quedarse quieto. Pero hablando en serio, te diré que se acabó la fiesta para ti. Una fiesta promovida al esplendor del sol, al claro de la luna y las estrellas, y todo lo que quieras, y que, sin embargo, tú mismo te complaciste en arruinar. ¿Y para qué? ¿No ves lo viejo y abatido que estoy? Según veo por esa cara que llevas, tú estabas metido en recovas y lupanares, del brazo de la mentira y la abyección, hundido en la basura y sabe Dios con qué clase de gente. ¡Bah, quién lo diría! La vida es una hermosa fiesta, creéme, y no lo digo por burlarme, hablo en serio. Pero ahora quiero irme de una vez, quiero soñar, estoy cansado.

—Ya lo veo, eso se nota —dijo Delgado; y de pronto preguntó—: ¿Y Ramona?

— ¿Ramona? ¿Todavía te acuerdas de Ramona? Ramona era una disfrazada. Ramona era yo, y sigo siéndolo.

—Permítame una pregunta: ¿puedo desearlo a usted?

— ¡Qué pregunta! En fin, sí, claro que puedes; pero solamente a tiempo de comer.

— ¡Qué lástima; yo quería desearlo ahora!

—Lo lamento; no estas comiendo.

—Claro que no, pero eso ¿qué tiene que ver?

—No me vengas haciéndote el estúpido, son cosas que tú entiendes perfectamente. Puedes desearme cuanto quieras, allá tú; pero no olvides que sólo se encuentra en la calavera la verdadera manera de desear, tú ya lo sabes. Además, a mí no me han regalado una muela sino a ti, y no me valgo de artimañas; no soy de los que se dejan llevar por el diablo. En una palabra: yo nunca cometí las atrocidades que cometes tú. Y hay una, que no tiene nombre y que ahora, en esta oportunidad precisamente, quiero mencionar. Y se refiere a un amigo tuyo, un pobre carajo a quien le sacaste la calavera so pretexto de darle un plato de comida... A buen entendedor pocas palabras.

—¿Yqué es lo que usted pretende con tan torpes insinuaciones? Un hombre de honor jamás podrá atreverse a tocar ciertas cosas, ciertos aspectos de la vida, y tome usted nota de ello. Un secreto, precisamente, se debe respetar.

—¡Vaya, hombre, no necesito de tus lecciones! Yo no infrinjo las normas; eres tú quien las infringe. En mi vida había oído tamañas indecencias, unas preguntas de tan inaudita desverguenza. Al fin y al cabo, procacidades que te pintan de cuerpo entero.

—¿Y por qué entonces me sigue usted la corriente en esas desverguenzas y procacidades? Si no me equivoco, usted mismo y con sus propias palabras me dio a entender que sólo podría desearlo en tanto que no comiese a tiempo de comer. ¡Qué ingenioso había sido usted, después de todo!

—Claro que lo soy. Pero con todo, dos y dos son cuatro, eso no es un misterio. Tan sólo aquel que a tiempo de comer no coma, podrá desear verdaderamente. La calavera es el deseo, así son las cosas.

—Digamos que así sea. Pero ahora yo insisto y otra vez pregunto: ¿quién es usted?

—¿Qué te pasa? ¡Quién es usted!, me pregunta él, cuando sabe muy bien lo que pasa. ¿Te imaginas que iba a salir haciéndome el misterioso, con la cantaleta de que había sido la vida, la muerte, el demonio y tal y cual? jQuién es usted!, me pregunta él, y yo le respondo: ¡Soy tu cuerpo, carajo! Soy tú, soy yo, soy aquello que soy y tú lo sabes. Pregúntate a ti mismo, y ya verás cómo encuentras una respuesta para todo. Una esperanza sin esperanza es el mundo, y el mundo se reduce a ti y tu cuerpo. Y resulta chistoso el que nadie podrá arrebatarte tu cuerpo: él estará contigo por siempre y te será fiel, ahora y en la tumba. El cuerpo es la desesperanza, pero el acto de sobrellevarlo es una esperanza. Como fruto de la imaginación, el cuerpo representa la esperanza sin esperanza en una vida sin cuerpo, o sea la vida en sí. La vida en sí se vivirá con los ojos puestos en la vida, pero el cuerpo se interpone y, ello no obstante, la mirada traspasará el cuerpo, y lo desgastará con mayor. rapidez que el vivir. Es de lo más raro que el cuerpo sea, al mismo tiempo, un' estorbo y un medio para alcanzar la vida. Bueno pues, yo soy tu cuerpo, soy tu esperanza, y me confirmo en mi verdad por el sufrimiento, por la fealdad y la abyección. Hace mucho tiempo, cuando todavía no eras tú, ya había yo comenzado a ser, y terminé siendo tú y doliéndome de pies a cabeza el día que me viste, al quedarte prendado de mí. ¿Y tú, no sentiste nada?

—No sentí nada, se lo digo sinceramente, aunque me pareció verlo absorto, como arrobado por el recuerdo de alguna canción... Usted me conocía y me hizo una seña, burlándose de mí. Su aparición era siempre el anuncio de algún suceso funesto.

—Meras coincidencias. Pero tú no sabes. El día que tú te me apropiaste, yo tenía tanta hambre como nunca, y adivinaba la inminencia de tu partida.

—¿Mi partida? ¿Y cuando ocurrirá?

—Ya ocurrió; en un sueño ha debido ocurrir. Tú no te alcanzabas; tú no eras suficiente para ti, y reventaste. Ahora me toca reventar a inf. ¿Qué es mi corazón? Un hueco; sin contenido y sin forma. ¿Que es mi cabeza? Un cántaro roto. ¿Y mi estómago? Esta lleno de meados, según parece, y mis pulmones ya no soplan. Ya no como, ya no duermo.

—Pero yo como, yo duermo.

—Eso crees, gracias a mí. Pero, en realidad, tampoco lo crees, y basta de imposturas. Has mentido lo suficiente. Y has falsificado un saco, pudiendo haberte metido de una vez en el mío, es decir, en el verdadero.

—Yo no he falsificado nada. Fue un acto inocente, usted lo sabe. Quería confundirme con usted y ser el verdadero Es difícil explicar cómo deseaba yo diseminarme en la ciudad y más allá de ella, estar en todas partes a un mismo tiempo, vivir y morir dentro de cada cual. Además, confieso que quería ocultarme de 1a vida, y también de la muerte. Se comprende que aquel que se disfraza lo hace porque tiene miedo.

—¿Miedo? Un recurso barato y fácil, un recurso ingenioso, cuando uno quiere vivir a toda costa y al mismo tiempo odia a su cuerpo. Yo que tú, no me disfrazaba; yo que tú, me volvía disfraz.

—¿Y cómo así?

—Poniendo mi persona al servido del saco, y no el saco a mi servicio. Así podías haber hecho lo que precisamente pregonabas, es decir, sacarte el cuerpo.

—Pero, ¿acaso no lo hice? Es cierto que nadie sabe cómo es eso de sacarse el cuerpo, pero también es cierto que yo me lo saqué gracias al disfraz, aunque sin saber cómo. Y tan es así, que estoy fuera de usted.

—Te engañas. Una cosa es sacarse el cuerpo, y sacarse el saco es otra cosa. Hurtar el cuerpo a la muerte es una cosa, y otra muy distinta vivir en un cuerpo prestado, tal como vives tú, un mendigo muerto en vida. Yo no sé qué habría sido de ti al no habérsete ocurrido la farsa del saco, con lo que probablemente se allanó el paso de mi cuerpo a tu poder, aunque todavía siga siendo el cuerpo de algún otro. En todo caso, de hoy en adelante quedaremos alejados. Yo te haré señas, y tú también me las harás, si es que así lo quisieras, pero estará prohibido que me mires o te mire, qué cosa tan rara, aunque continuamente nos mirásemos. En fin, alguna araña ha tejido entre tú y yo una red infranqueable. Tú serás una piedra en la calle, como 1o seré yo junto a ti. Pero me pongo melancólico... A pesar de todo, yo te aprecio.

—No se apene...

— ¡Quién sabe! Escucho tu voz, no te veo. ¡Dónde estarás!

—Estoy aquí, a su lado.

— ¡Ah!, no te encuentro... Si extiendo los brazos, si me pongo de pie, si doy dos pasos por aquí y dos por allá..., ¡Nada! ¡Estás en el vacío!

—Estoy dentro de usted, usted se siente en mí.

—En ti me siento..., y si ello es así, ¡qué feliz eres! Dime, cómo te pareces.

—No lo sé, no me veo, no me siento.

—Dime cómo me parezco yo.

—Es alto, y muy flaco. La nariz aplastada, los pómulos en punta. Una figura nada excepcional había sido la mía...

— ¿Y qué te creías tú? Es muy vulgar, terriblemente vulgar mi figura, y menos mal que lo reconoces. Pero sin embargo deja de serlo, aunque tan sólo en la medida de las circunstancias que por el momento vives. Ni para qué perderse en cosas tales cuando nos queda poco tiempo, y cuando se acaba la noche y se acerca el momento de la despedida, pues en realidad yo no podré estar solo, allá, y tendrás que prepararte a participar de todos mis sufrimientos, una vez disipada la niebla y llegado el día, por lo mismo que tendremos que avenimos, como ya dije, a cierto alejamiento, mas sin perdernos de vista el uno del otro, haciendo más llevadero el tiempo hasta reunirnos allá.

—¿Allá?

—Sí, allá, sencillamente porque yo no quiero retornar sin ti, o dejarte en el vacío. Ahora ponte este saco; ¡haz la prueba, se cayó al suelo!

—¿Y si yo no quisiera ir con usted?

—Peor para ti, estando en mis manos no sólo [puedo] quitarte el cuerpo, ya que puedo quitarte 1a muerte y privarte de morir la vida.

—No crea usted. Yo, en ese caso, podría retornar por el río, en pos de mi primer antepasado, ir en busca de mi cuerpo, al yerme privado del futuro y de la tumba. En todo caso, me quedaría el recurso de buscar en mi pasado, y podría recuperar el futuro...

—¡Qué interesante! ¿Y luego, qué más?

—Escondido en la sangre, escondido en el río, transitando a través de mi padre, llegaría a desembocar por segunda vez en mi cuerpo, en el vivir. Fíjese bien: mi necesidad de futuro, o se la tumba, me llevaría de retorno al pasado, realizando un milagro. De hecho, yo podría concebir la resurrección de mi padre y de mi madre, por el río, y nacer de nuevo.

¡Concebir la resurrección, nacer de nuevo, por el río! —se mofó el viejo—. ¿Sabes una cosa? Pierdes el tiempo, haces el ridículo. ¡Qué papel tan triste! ¿Acaso no te das cuenta?...

Felipe Delgado fue sacudido por una sensación extraña; en este momento se incorporó a medias en la acera, con sobresalto, dirigiendo la mirada a un grupo de borrachos que, habiéndose detenido para orinar sobre su cuerpo, ahora se alejaban festejando la ocurrencia.

Bajo la neblina del amanecer, soplaba una húmeda brisa. Uno que otro viandante cruzaba apresuradamente por la calle. En la Recoleta, las campanas llamaban a misa. Delgado se paró, haciendo un gran esfuerzo, y luego encamino sus pasos por la calle Illampu, con rumbo a la casa de Oblitas.